Thursday 26 June 2008

Lola

“Mi vida plena terminó en el baño de una habitación de un hospital de monjas, antes de una operación, cuando me fumé a escondidas un Gold Coast. No sabía que iba a ser el último”.
Ese día, pese a la preocupación lógica por la vesícula, la biopsia y la anestesia, mostraba su cara habitual, apenas se sonrojó cuando la enviada de Dios y del médico la sorprendió con el sujetador en la cabeza mientras jugaba a perseguir a su hija a bordo de un caza perfectamente imaginado.
Su vida era mejor cuando fumaba. Desde un punto de vista objetivo. El mecanismo pulmonar es definitivamente mejor hoy; la salud, probablemente también, pero la vida, así, en su máxima expresión, es más jodida. Hoy es plenamente consciente de que el sabor del cigarrillo no es agradable, pero la rutina diaria a la que está tan enganchada también es una mierda. Cuando yo la conocí fumaba alrededor de una cajetilla de rubio al día, tenía el gesto y las arrugas del fumador, probablemente también la epidermis, pero en estos últimos años en pocas ocasiones he podido apenas intuir el brillo que irradiaba su mirada, la candidez de su sonrisa y un sentido del humor único.
El otro día reconoció que todavía añora el humo del cigarrillo y que se muere de envidia cuando algún grupo de cabrones baja a la entrada del edificio a quemar la ansiedad con un pitillo. Me recordó entonces que durante un tiempo fumó “Lola” un cigarrillo mítico elaborado por Tabacalera cuya cajetilla parecía diseñada por un Warhol hortera pasado de éxtasis. “Jamás conocí a otra persona que fumase Lola”, me dijo. Hizo una auténtica evocación de recuerdos asociados al objeto, al color de la cajetilla, el olor y el sabor de aquellos cigarrilos. Se extendió en detalles sobre un peculiar aroma en el que se mezclaban alegremente la Madreselva, el azúcar, la miel o la manzanilla. “Dejé de fumar ese tabaco hace unos veinte años, pero es curioso porque recuerdo el olor como si fuera ayer. Ójala pudiera decir que olía a Madreselva, cuyo olor me encanta, pero al aire libre porque el arbusto encerrado, sin aire, huele empalagoso. No, más bien olía a limpio, como dulzón, tenaz y al mismo tiempo desagradable como la manzanilla que tanto detesto. Era más olor de incienso que de tabaco, no sé si me entiendes”.
“Joder, qué ganas de fumarme un cigarrillo. No quiero un Lola, ni un Gold Coast, prefiero un Marlboro, siempre hubiera preferido un Marlboro”.