Tuesday 28 December 2010

Chupasangres


Lo peor del vampiro no es que sea hematófago, es que se burle de la delgadez que sufre aquel a quien chupa la sangre.

Wednesday 22 September 2010

Astenia

A duras penas encontraba fuerzas para levantarse. Se vio incapaz de abordar el abismo de tres metros que separaba la cama de la ducha así que decidió dejarse caer de nuevo en las olas de algodón. Le pesaban los párpados, no le resultó difícil volver a dormirse. No es que le importase demasiado, pero por la longitud de la barba calculó que debía de llevar cinco o seis días en cama. Retiró el polvo de la oxidada caja de latón que conservaba en el maletero del dormitorio. Buscó durante cinco minutos un rasgo reconocible en aquel niño en apagados tonos sepia que su padre sostenía en los brazos, buceó en los recuerdos de un reloj que dejó de latir a las 10 y 20 de un día remoto, anterior incluso a la muerte de su padre. Sacó la vieja brocha de resina y crema con las que su viejo le enseñó a afeitarse y se puso a la tarea como si fuese la primera vez. Sintió los poros abrirse ante la suave llamada del jabón Lea, cuyo aroma despertó recuerdos agridulces de la infancia. Se tomó su tiempo antes de la primera acometida de las cuchillas con el viento a favor. Cientos de hilillos muertos fueron formando una figura abstracta sobre el lienzo níveo del lavabo. Fue generoso al enjabonarse el rostro por segunda vez disfrutando del olor a domingo por la tarde y no encontró demasiada oposición el viaje a contrapelo de la afilada cuchilla. Taponó con pequeños trozos de papel higiénico tres motas de sangre minúsculas. Se miró al espejo y llegó a la conclusión de que, efectivamente, el Otoño había vuelto.

Friday 9 July 2010

EGGGGGGGGGPAÑA (Victoria y pérdida)



Almuñecar (Granada) 3 de julio de 2010. Fiestas en la Colonia Taramay. España se juega los cuartos de final contra Paraguay en el Mundial de Sudáfrica.


Confieso, antes que nada que no respondo a los impulsos patrióticos y que tampoco pierdo la cabeza por el fútbol. Casi siete horas después del primer "¿falta mucho?" de Zoe llegamos a la circunvalación de Almuñecar sólo minutos antes de que empiece el partido. Apenas hay gente en la calle y los que vemos deslucen casi todos la camiseta de la selección española, banderas nacionales, pintura con los colores patrios en la cara o una combinación de todas ellas. Los 40 grados en un contexto de humedad extrema probablemente nos ahorran la visión de las bufandas bicolor a pesar de la inconcebible campaña publicitaria de una conocida cadena de comida rápida pretendiendo poner de moda tan invernal prenda en uno de los meses de julio más cálidos de la historia - digo yo que podrían haber promocionado unos bañadores turbo bendecidos por la baqueta de Nacho Vidal en lugar de bufandas de polyester tocadas por la de Manolo el del Bombo -.
Dejamos el equipaje en casa y aprovechamos la hipnosis colectiva para bajar con las perras a la playa sin tener que preocuparnos de si molestan. Un matrimonio de jubilados alemanes paseando en bici; Una docena de mujeres con niños demasiado pequeños para aguantar dos tandas de cuarenta y cinco minutos frente al televisor sin ver a Bob Esponja; varias cañas de pescar apostadas al borde de la playa, vigiladas todas ellas por una gruesa señora que debió de coger el palo más corto…
Pero de entre los humanos que escapan al hipnotismo me producen especial impresión los tres empleados del Ayuntamiento que velan estoicamente por las maltrechas finanzas locales recorriendo como zombis el desierto paseo marítimo y revisando una y otra vez los billetes de aparcamiento de los coches incapaces de reparar en que el tráfico de vehículos prácticamente se ha congelado por un par de horas.
Sólo los gritos de Espaaaña, Espaaaña, Aporelloooooos, Oeoeoeoeee y otras composiciones populares o comerciales nos permiten tomar contacto con la realidad y alejar de nosotros la idea de que un virus alienígena ha matado a la mayoría de la humanidad y que sólo los jubilados alemanes, las señoras gordas, los niños pequeños o los vigilantes de la ORA han desarrollado los anticuerpos para combatirlo.
Olivia, Diego, Zoe y María, que no pueden evitar sumarse de cuando en cuando a los gritos nacionalistas - aunque lo hacen sin convicción, como a quien se le pega una horrible canción que suena insistentemente en la radio y la tararea sin darse cuenta - aprovechan la situación para darse un exclusivo primer baño de la temporada a pesar de que la temperatura y temperamento del océano también parecen conjurados para invitar a los hipotéticos bañistas a contemplar el partido.
El primer grito unánime de emoción me pilla comprobando que el permiso de parking de la furgoneta aún no ha vencido a pesar de que una de las zombis encargada de las multas ronda el vehículo como un gato en un puerto en día de mercado. De repente, la vigía convulsiona violentamente y antes de que pueda buscar una estaca para rematarla, escucho balbucear algo parecido a tooooooma, tomaaaa, por lo que deduzco que simplemente está celebrando el gol que sugieren los gritos de júbilo desde las casas y bares. Por sus muestras de alegría, cualquiera diría que es incluso más aficionada al balompié que a poner multas de aparcamiento o devorar cerebros, pero lo curioso es que ni siquiera lleva una radio. Quizás es cosa de los no muertos, pero entre los vivos que yo frecuento es extraordinariamente raro que la interpretación de una alegría externa produzca tal placer.
Sólo un par de minutos después, cientos de gargantas parecen augurar el principio de una gran goleada. Busco inmediatamente a la zombi que esta vez sí, salta inequívocamente de alegría. La cosa empieza a pintar fea. Los pocos habitantes de la playa empiezan a desaparecer, con la excepción de la madame de las cañas de pescar que probablemente sea sorda. Quiero evitar a toda costa compartir con mis congéneres las manifestaciones de felicidad así que ordeno a los niños que se bajen ya del carrusel de olas y enfilamos hacia la que probablemente sea la última casa sin antena ni televisor de toda la provincia. Sin embargo, gracias a la radio de la furgoneta descubrimos con gran sorpresa que el partido todavía tiene un resultado de empate a cero. Tentado estoy de dar la vuelta para pedirle a la zombi que devuelva sus espasmos y joderle la tarde desvelando que los gritos que dispararon su resorte obedecían a un penalti parado por España y a otro señalado y posteriormente fallado por nuestra selección. Pero, antes de bajar del coche, el locutor canta un gol más largo que un tema de Pat Metheny. Antes de que se informe de la autoría del tanto ya han sonado media docena de petardos. Debe de ser que los patriotas sujetan en una mano la bandera y en la otra los cohetes - y beben la cerveza con pajita-, de lo contrario, no me explico tanta rapidez.
Después de una ducha rápida decidimos bajar a cenar a la playa, aún a riesgo de vernos obligados a compartir la histórica victoria de la selección. Les pido a los niños que se adapten y respondan a los gritos de España o expresen su deseo de que el Peñón sea devuelto al Reino por aquello de que no acaben siendo unos marginales como su padre. Al principio se avergüenzan de mis gritos al paso de los coches con el claxon fácil, pero terminan por encontrarle cierto gustillo y se camuflan perfectamente entre la masa uniforme. Una explosión bestial a punto está de hacerme tragar entera una gibia mientras pienso que el dueño de tamaño petardo debe ser el padre del mismísimo goleador Villa, aunque inmediatamente otro ensordecedor estallido que tiñe el cielo de un rojo resplandeciente nos recuerda que en la Colonia Taramay se celebran las fiestas anuales, de esas con caballitos, coches de choque, bocatas de chorizo y, sobre todo, música en directo. Qué oportuno, nada mejor que una fiesta masiva, mucho alcohol y chundachunda para celebrar todos a una la hazaña del país de los cuatro millones de parados y los mejores futbolistas del mundo. Nos acercamos a ver los impresionantes fuegos artificiales esquivando las camisetas de la selección española que se rozan y abrazan en un festival de hermandad y ebriedad que me lleva a darme cuenta de que el día ha sido demasiado largo y quizás es hora de recogerse. Pero cuando llegamos a la única casa sin antena y televisor de la provincia descubrimos que nuestra perra Leela ha desaparecido, dejando a su madre sola a cargo del cortijo. Se ve que la perrilla, todavía joven, quiso salir también a participar de las fiestas, les explico a mis niños tratando sin éxito de trivializar la pérdida. Calmados los llantos iniciales, organizamos la búsqueda en dos partidas: Me toca liderar el destacamento del atormentado Diego y la ultrasensible Olivia dirección noroeste, hacia la carretera de circunvalación. Marta parte con la impasible Zoe y con María, que no puede dejar de sentirse culpable por haberse negado a ir a cenar acompañada por las dos perras. Mani, que parece aliviar la tensión de la marcha de su hija lamiéndose frenéticamente el culo, se une al grupo de Marta hacia el sur, camino de la feria. -Viva España, ¿han visto ustedes a un perro suelto?, preguntamos sin éxito a unos cuantos despistados que regresan a casa haciendo eses pasadas ya las dos de la madrugada. Hasta que una pareja joven nos pregunta si hemos visto a un pastor alemán suelto. -No, lo siento ¿y ustedes, amables compatriotas, no habrán visto a una atractiva labradora color canela?. Tres cuartos de hora después regresamos al cuartel general con el resultado: cero en búsqueda, cuatro en llantos.
Hacia las tres y media de la noche conseguimos que los niños se duerman, sin duda acunados por el sofoco y el cansancio del viaje pero para un adulto el sueño resulta complejo cuando los ecos del Sarantongoquechubiriquechubiri llegan al valle con forma de cono de altavoz en el que descansa la única casa sin televisor ni antena de la provincia. Cuando los músicos en directo parecen haber terminado su repertorio, descubrimos asombrados que un vecino en la parte alta del cono del altavoz ha creado una alternativa chill out a 350 watios de potencia. Chicago en versión instrumental, los Eagles, Roxy Music. Al menos me consuela pensar que es la música y no la preocupación por la perra lo que me impide dormir. Pero la mala hostia finalmente me vence cuando descubro que el sarantongaquechubiriquechubiri no había acabado, simplemente se habían tomado un descanso.
Empieza entonces una batalla de una hora de duración entre el Avalon del vecino romanticón y la barbacooooooa de la Orquesta Maravillas con ese inconfundible sonido de batería de organillo que se te mete en las partes más íntimas del tímpano. No sé si me gustan más las vacaciones o España.

Que no me callooooooooooo!!!!!!!!



Almuñecar (Granada) 4 de julio de 2010. No juega España y se han acabado las fiestas de la Colonia Taramay. 35 grados con sensación termina de 2.000, Dos de la mañana.


Parece que hoy nos vamos a acostar temprano; hemos recuperado a Leela y los niños están algo más calmados, aunque el disgusto ha llevado a Dieguito a ponerse enfermo con fiebre y Mani sigue chupándose el culo con fricción (igual es estrés postraumático). Leemos un ratito en la tranquilidad del porche y, pese al asfixiante calor y al compás relativamente uniforme de los grillos, consigo dormir del tirón una horita y media. Me despierta al borde de las cuatro de la mañana el grito desesperado de un gallo. Sí, han leído ustedes bien, cuatro de la mañana y un gallo, dos factores relativamente nimios, pero con consecuencias demoledoras.
Resulta que, desde mi primera visita a la casa de mi suegro en Almuñecar e incluso desde mucho antes si hacemos caso de la leyenda que cuentan los Najarro, un puto gallo con los biorritmos cambiados tenía la pésima costumbre de cacarear mucho antes del amanecer. El gallo en cuestión, probablemente de origen islandés - explicaría los desajustes horarios- o invidente - ayudaría también a entender la dificultad para distinguir la noche del día - debe haber muerto hace años. Sin embargo, probablemente aleccionados por él, todos sus descendientes y vecinos con cresta heredaron tan extraordinaria costumbre constituyendo una de las insólitas características que, junto con los aguacates y las chirimoyas, configuran las peculiaridades de ese rincón tropical llamado Almuñecar. Adoro los aguacates y no comparto, aunque entiendo, que las chirimoyas pueden ser consideradas un manjar único, pero soy también de los que piensan que todo tiene un justiprecio.
Por tratar de hacer la descripción breve y suficientemente explícita imaginen un calor de tal magnitud que hasta un mosquitofóbico como yo necesita dormir con las ventanas abiertas en una zona en la que los chupasangres apenas pueden volar de la carga que soportan. Imaginen también que el valle en el que se asienta la casa tiene un efecto eco espectacular y que, además, está poblado por abundante fauna entre perros, gatos, gallinas, conejos, palomas, salamandras, arañas multicolor… y gallos.
El primer cocorocó es inmediatamente seguido por otro exactamente en la misma nota pero e distinto tono, éste a su vez es contestado por el primero, replicado por un tercero y así sucesivamente. Al mismo tiempo, los perros, animados por la jam session de los pollos se suman con un festival de ladridos y/o aullidos que son, como no, respondidos por algún que otro maullido de un valiente gato arrabalero. Esta noche, en el cénit de la locura insomne, llegué a contar hasta 30 ladridos, aullidos o cacareos en un minuto, uno cada dos segundos. Pese a dormir en la parte de la casa menos expuesta a los ruidos, los niños acaban también por despertarse y comienza entonces un trasiego en bucle de una cama a otra buscando consuelo para retomar el sueño en la disneylandia de Le Coq Sportif.
Mi cuñado Paco, siempre ágil de mente, se divertía en verano pensando distintas formas de acabar con el gallo y, de paso, permitía al resto exorcizar sus demonios imaginando al pollo en combustión espontánea en el microondas, reventando tras ingerir trigo almidonado, aplastado por un aguacate gigante, sirviendo de alimento al hombre lobo de los Guajares o destrozado por el certero disparo de un tirachinas que, pese al ingenio de Paco, nunca llegó a tener la tensión necesaria.
Olivia, que fue la última en levantarse esta mañana tras retomar el sueño alrededor de las ocho de la mañana cuando, por supuesto, todos los gallos echaban su siesta borreguera, nos sorprendió a todos: "Esta noche estaba escuchando al gallo y me parecía que decía quequenomecalloooo". ¡Viva España y las vacaciones!.

Tuesday 11 May 2010

Gimnasio Maragato

    Cada cierto tiempo hacemos una excursión prehistórica a León para abastecernos de carnaza sin necesidad de empuñar un arma ni tener que hacer uso de una línea de crédito. La vaca ya está muerta, la carne es fresca y tierna y el precio es casi de otra época. Sin embargo, he de confesar que el viaje en sí mismo suele despertar mi escondida condición vegetariana . El trayecto entre Astorga y la aldeíta al pie del Teleno está sembrado de baches y su trazado debió de ser diseñado por el sobrino parkinsoniano de Franco con plaza como delineante preferente en el MOPU. La tracción trasera de la furgoneta en la que nos desplazamos, con una enorme distancia entre ejes, no contribuye precisamente a mi bienestar y tampoco el hecho de que sea mi amigo Juan Carlos – que no baja de la quinta marcha y en ninguna circunstancia pasa de 1.500 revoluciones por minuto por cerrada que sea la curva – quien conduce la batidora roja.

    Llegados a este punto, el café y el donut ya han recorrido gran parte del camino inverso hacia mi garganta tal vez ayudados por el intenso olor a gasoil que dejó nuestra última visita a la gasolinera. Apenas podía distinguir las repetitivas construcciones maragatas de los últimos pueblos antes de llegar a nuestro destino embriagado por una desagradable sensación de mareo, naúsea y dolor de vientre. Pero lo peor estaba aún por llegar. La temida e inevitable entrada en la carnicería, que cedía amablemente a Marta antes de que el viaje se convirtiese en “cosa de hombres”, me hace involuntario espectador de un gore en 3D y Odorama. No sé si me desagrada más contemplar las piezas de carne sanguinolenta o el intenso olor a cadáver vacuno que invade una estancia adornada por media docena de ganchos de acero, afortunadamente libres de peso.
    La impresión es relativamente menor que en otras ocasiones ya que habíamos realizado un pedido anticipado, de forma que los ochocientosmil kilos de picada, solomillo o morcillo previstos estaban convenientemente preparados en bolsas blancas relativamente discretas para los poco curiosos. Claro que David, que pese al increíble precio del material había gastado la mitad del salario mensual en piezas vacunas, todavía quiso regalarse un par de corderos lechales que, estos sí, fueron convenientemente cuarteados, momento en el que aproveché para salir, no fuera a ser que un burro nos aparcase en doble fila o algún peregrino hambriento en plena ascensión en el corazón del Camino de Santiago, se abalanzase cegado por el cansancio sobre el apetitoso maletero.
    Cuando paso a cerrar mi cuenta, el carnicero me entrega una bolsa – esta sí, sangrante - en la que, se empeña en detallar, van las cabezas (con sus ojitos, lengüecitas y dientecitos) de los dos corderos que David se ha dejado olvidadas. No sé cómo consigo recorrer los cinco metros entre la tienda y David y entonces sí, necesito un poco de espacio para vomitar.
    El camino de regreso a Astorga me resulta algo más llevadero al volante de la batidora – al menos soy yo el que provoca los bandazos y apenas me llega el olor de los arcones que viven en el maletero–. Una vez en la Emérita Augusta continúa el festival del consumo con la visita a nuevas carnicerías en las que son especialistas en chorizos, carne de buey y arreglos para el cocido. Veinte kilos de bolsas y un par de cañas después, nos apresuramos en cumplir con lo que ya se ha convertido en una tradición para el grupo de amigos que hacemos frente común en la Causa Carnívora Leonesa. Se trata, ni más ni menos, que de la ingesta de un descomunal cocido, con sus descomunales raciones de bola, oreja, tocino, morro, morcillo, chorizo, gallina, garbanzos, sopa… De entrada, el peculiar orden de los platos me descoloca –No me acostumbro a calcular el hueco que tengo que dejar para la postrera sopa – pero es que, además, engullimos como si el mundo fuese a acabarse esa misma tarde. El donut con café vomitado en la aldea al borde del Teleno queda tan lejos y el cocido me gusta tanto, que devoro casi hasta la loza del plato y, por supuesto, doy buena cuenta de las tradicionales y energéticas natillas con bizcocho poco antes de caer en la trampa de la “digestiva” tacita de queimada.
    Ligeramente ebrios y extensamente gordos salimos del Mesón con la sensación de haber acumulado calorías como para hibernar dos años y gases como para cerrar el espacio aéreo europeo durante dos semanas – Me río yo de las cenizas volcánicas-.
    En la, también tradicional, visita a los gentiles y hospitalarios padres de Toño, ponemos a prueba la capacidad muscular de la pared estomacal tomando otro cafecito, un licorcito y, algunos, hasta un bombón que, por cierto, nos recuerda que todavía debemos hacer una visita más al centro para comprar – cómo no- el chocolate terroso y las mantecadas típicas de la bella ciudad de la que por cierto, jamás visitamos la Catedral, salvo que esté confeccionada con elementos del ganado.
    Con la excusa de que el último chupito de licor de café me sentó ligeramente mal, delego mi participación en el planner de conducción para la vuelta a casa confiando en que podré echar una siestecilla que aplaque mis ganas de morirme.
    Pero el maletero que antes desprendía un sutil aroma a chorizo parece ahora una delegación del Matadero Municipal y tanto mis compañeros de viaje como yo apenas podemos reprimir unos pedos a medio camino entre el garbanzo y el repollo y unos regueldillos con sabor a chorizo conservado en alcohol. De esta me hago vegetariano, pienso mientras rememoro  una imagen que por poco borra el resto de los recuerdos de tan estimulante viaje: Gimnasio Maragato, rezaba el cartel.

Monday 26 April 2010

Más almas, como la de Rafa

    Resulta que las guitarras, ignorante de mí, también tienen alma y no en el sentido metafórico. Se trata de una varilla que ayuda a modificar la curvatura del mástil en algunos instrumentos de cuerda. Como en la humana, es recomendable que en el alma de la guitarra sólo escarben los profesionales, habida cuenta de la extrema sensibilidad y consecuencias de cualquier reajuste.
    Se ve que mis guitarras, como yo, tienen tendencia al desacople así que, en cuanto Rafa me explicó que, a diferencia de la humana, la esencia de la guitarra tenía arreglo, entregué apresuradamente mis dos juguetes a Vicente, un reputado psiquiatra de instrumentos que tiene su consulta en los locales Carabox, de Carabanchel. Vicente cumplió con las expectativas y los efectos de la terapia tuvieron efectos inmediatos notables. Pero unos días después, probablemente como consecuencia del maltrato de mis descuidadas manos, una depresión antes desconocida atenazó a mis esquizoides compañeras, primero a la susceptible eléctrica californiana y luego también a la durísima y aparentemente insensible electroacústica.
    Sospecho que, de una u otra forma, las almas de guitarra y guitarrista tienden a entrelazarse estrechamente por lo que igual debería plantearme visitar también a Vicente a las sesiones de terapia para tratar de equilibrar los estados de ánimo.
    - “Me trastea el rencor y creo que no afino correctamente en cuestiones de prejuicios”
    - “Eso va a ser del puente, no te preocupes que te lo dejo nuevo en un par de semanas”
    El caso es que, viendo la extraordinaria simbiosis entre Rafa y sus guitarras, estoy seguro de que la fusión es posible. La Godin burdeos que tan bien lloró y gimió el viernes pasado no sólo transmite la bondad de su dueño, también compensa esa timidez con la que uno no puede evitar simpatizar y hace justicia a una humildad que sólo tienen los grandes astros.

Friday 12 February 2010

Quinientas almas


A mediados del siglo pasado un médico británico presentó un estudio que concluía que, en el momento de la muerte, el cuerpo humano perdía exactamente 21 gramos de peso, lo que le llevó a elaborar la esotérica, novelesca y cinematográfica teoría de que la pérdida de lastre corresponde al abandono del alma.
No tengo ni los conocimientos científicos ni la osadía de rebatir tamaña teoría, pero sí la humilde sensación de que mi cuerpo aloja un alma infinitamente más pesada.
Recientemente me contaron el desgraciado caso de un señor al que tuvieron que realizar una especie de liposucción post mortem para poder encajar su cuerpo sin vida en un ataúd estándar. Probablemente se trataba de un alma igual de estándar y que refrenda la teoría. Yo, que soy un cabezota irremediable, tengo curiosidad por saber qué aspecto tendré en el momento de mi muerte por que sospecho que podría perder aproximadamente la mitad de mi masa corporal, aunque a la hora de eliminar mis restos resultará bastante irrelevante ya que espero que se cumpla mi voluntad de ser incinerado.
El sueño, el estado humano más similar a la muerte, me resulta particularmente liberador y no exactamente en el sentido físico. Cuando me siento triste o presionado y el diabólico ritmo de trabajo me lo permite, me gusta dormir. Pero lo hago simplemente por la necesidad de escapar de mi mismo, de apagar el interruptor. Aunque no tenga sueño y haya dormido hasta las once de la mañana, tengo el superpoder de convocar esta especie de muerte en vida durante 48 horas seguidas. Si tengo la desgracia de que alguna inoportuna pesadilla interrumpe mi trance, utilizo mis poderes para volver a esta especie de suicidio temporal. Sólo entonces, mientras mis niños comentan asombrados la longevidad de mi reposo, me siento verdaderamente liviano. Yo creo que en tan gratos momentos no sólo es mi alma la que se emancipa, también salen de farra las otras que me atenazan día a día y que, por este concepto jesuítico de la culpa, acepto llevar conmigo sin que nadie me lo haya pedido.

Monday 1 February 2010

Un día perfecto para el pez plátano


La artrosis llevó a Sybil a aquella playa 70 años después. Había reservado la 507, en el quinto piso. Antes de enfundarse el albornoz rastreó en busca de un aroma enterrado bajo miles de lavados. Bajó descalza al vestíbulo. El piano y la Sala Océano habían desaparecido. Paseó por el borde firme de la playa hacia el pabellón de los pescadores. No había castillos de arena ni clientes en esa época del año. Fuera ya de la zona reservada a los huéspedes del hotel escudriñó en su memoria antes de elegir un trozo de arena en el que depositar el albornoz plegado, primero a lo largo, y después en tres dobleces.
Cuando el agua le llegaba a la cintura, creyó sentirse sujeta por las suaves manos de Seymour. “Hace un día perfecto para el pez plátano”, pensó antes de perderse en la inmensidad del horizonte.

El jueves 28 de enero falleció J.D. Salinger tras sobrevivir 91 años al suicidio.

Monday 25 January 2010

Por el culo te la hinco


Acababa de cumplir los 45 y podía considerarse un tipo afortunado. Es cierto que tuvo una adolescencia jodida al estar entre los 20.000 afectados por la enfermedad del síndrome tóxico servida en garrafas de cinco litros y cero escrúpulos. Tuvo que superar la muerte de su viejo, prematuramente fulminado por un ataque cardiaco quién sabe si provocado también por los efectos en sus arterias de la mayor intoxicación alimentaria que se recuerda en España. Un par de infartos con una intervención en la que hubieron de practicarle un triple bypass quizás fue también cuestión de diabólica estadística. Pero los médicos también concluyeron que era un hombre abonado a la suerte y rechazaron tajantemente cualquier tipo de minusvalía.
El miércoles, cuando su jefe le invitó a compartir taxi para acompañarle a la nueva sede del estudio, recientemente fusionado, también creía estar apoyado en el quicio de la suerte. La conversación durante el corto trayecto que les separaba de las nuevas oficinas fue trivial. El tiempo, la carga de trabajo, los nuevos proyectos, las sinergias ... Después de haberse sentido relegado ante el disgusto que provocó en la dirección su decisión de reducir la jornada con el noble objetivo de cuidar las arterias y quizás vivir unos añitos más, la jefatura le devolvía la palabra, incluso amablemente. Pero el trato entre iguales y la aséptica recepción del flamante edificio escondían de nuevo una perversa estadística. “Aquí te dejo con estos señores”, le dijo el jefe tras abrir la puerta de un infierno habitado por dos demonios disfrazados de abogados y la responsable de recursos humanos.
Esta vez el ratio de probabilidades era mucho más alto. “Uno de cuatro millones, vamos mejorando”, pensó.
Para los satánicos dueños de su destino, la cifra mágica de los cuarenta y cinco fue más que suficiente. Se había aficionado a los sondeos y, a sus cuarenta y cinco años, le dio por ponderar si cuarenta y cinco era una buena cifra. En un primer impulso habría descerrajado cuarenta y cinco tiros con un arma calibre cuarenta y cinco, pero se lo pensó cuarenta y cinco veces y decidió aceptar los cuarenta y cinco putos días por año.
A la vuelta optó por recoger en silencio el escritorio y dar de nuevo la cara a un destino que, estadísticamente, sólo puede mejorar.

Thursday 14 January 2010

Nueve razones


En realidad yo nunca quise un perro. Marta, que por lo visto me conoce mejor que yo mismo, intuyó mis ansias de paternidad cuando me regaló a Tambor, aunque durante meses yo no sentí mucho más que pena y angustia por la enorme responsabilidad de criar y mantener a un bicho que olía a pis, tomaba biberón y se pasaba noches enteras gimiendo como un violín en manos de un novato.
Tampoco quería un segundo perro, aunque Marta también entrevió en mi capacidad cognitiva la conveniencia de adoptar un segundo perro que mitigase nuestras largas ausencias y sustituyese el reloj envuelto en la manta por un latido real.
Pero los miedos y las preguntas de los niños cuando Gus murió aplastado por el cáncer y la pena unos meses después de la torsión de estómago que nos llevó a sacrificar a Tambor me llevaron, quizás, a adelantarme a la visionaria Marta y traer a casa a nuestra actual perra.
El hecho de elegir una hembra no fue irreflexivo. Buscaba un poco menos de testosterona para evitar encontronazos, no tanto con otros perros, como con sus caseros humanos. Pero, cuando pensaba que por fin había encontrado por mí mismo las ganas o el poder de decisión, descubrí que en realidad se me había olvidado lo más importante. Mani tenía que ejercer, obviamente, su condición de hembra.
Traté de creer que en realidad no quería de ninguna manera soportar una gestación y sobre todo la cría de un puñado de despiadados esfínteres libres y roedoras fauces en una casa que, por otra parte, acababa de sufrir una reforma bestial. Pero en realidad, sí, coño, cómo iba a privar a la perra del instinto maternal y a los niños de enriquecerse con semejante experiencia. Cómo no me habría dado cuenta. Yo, que ni siquiera pude contemplar el nacimiento de ninguno de mis hijos y que me mareo con la simple visión de una herida, contemplé durante nueve larguísimas horas el agonizante parto de Mani. Nueve cachorros, nueve cordones cortaros de un certero mordisco, nueve bolsas, nueve placentas, nueve brotes de sangre...
Y sí, claro, los niños contemplaron alguno de los nacimientos, han conocido las maravillas de la naturaleza, se han sorprendido con el instinto protector de Mani, han cambiado su consideración sobre la perra....
Pero también han sufrido el lento desfile de los cachorros a otras casas, la despiadada presión sobre una perra que ha pasado de gacela a vaca lechera, la infinita capacidad intestinal de las dulces bestias y, sobre todo, un hedor que ni siquiera las Rindra, Ljuv, Tjlavi y otras quince velas impronunciables del puto Ikea son capaces de eliminar. Claro que, igual no conozco tampoco la capacidad de mi pituitaria, seguro que me dejo algo importante. Gracias Marta por guiarme en un yo que desconozco.