Monday 25 January 2010

Por el culo te la hinco


Acababa de cumplir los 45 y podía considerarse un tipo afortunado. Es cierto que tuvo una adolescencia jodida al estar entre los 20.000 afectados por la enfermedad del síndrome tóxico servida en garrafas de cinco litros y cero escrúpulos. Tuvo que superar la muerte de su viejo, prematuramente fulminado por un ataque cardiaco quién sabe si provocado también por los efectos en sus arterias de la mayor intoxicación alimentaria que se recuerda en España. Un par de infartos con una intervención en la que hubieron de practicarle un triple bypass quizás fue también cuestión de diabólica estadística. Pero los médicos también concluyeron que era un hombre abonado a la suerte y rechazaron tajantemente cualquier tipo de minusvalía.
El miércoles, cuando su jefe le invitó a compartir taxi para acompañarle a la nueva sede del estudio, recientemente fusionado, también creía estar apoyado en el quicio de la suerte. La conversación durante el corto trayecto que les separaba de las nuevas oficinas fue trivial. El tiempo, la carga de trabajo, los nuevos proyectos, las sinergias ... Después de haberse sentido relegado ante el disgusto que provocó en la dirección su decisión de reducir la jornada con el noble objetivo de cuidar las arterias y quizás vivir unos añitos más, la jefatura le devolvía la palabra, incluso amablemente. Pero el trato entre iguales y la aséptica recepción del flamante edificio escondían de nuevo una perversa estadística. “Aquí te dejo con estos señores”, le dijo el jefe tras abrir la puerta de un infierno habitado por dos demonios disfrazados de abogados y la responsable de recursos humanos.
Esta vez el ratio de probabilidades era mucho más alto. “Uno de cuatro millones, vamos mejorando”, pensó.
Para los satánicos dueños de su destino, la cifra mágica de los cuarenta y cinco fue más que suficiente. Se había aficionado a los sondeos y, a sus cuarenta y cinco años, le dio por ponderar si cuarenta y cinco era una buena cifra. En un primer impulso habría descerrajado cuarenta y cinco tiros con un arma calibre cuarenta y cinco, pero se lo pensó cuarenta y cinco veces y decidió aceptar los cuarenta y cinco putos días por año.
A la vuelta optó por recoger en silencio el escritorio y dar de nuevo la cara a un destino que, estadísticamente, sólo puede mejorar.

Thursday 14 January 2010

Nueve razones


En realidad yo nunca quise un perro. Marta, que por lo visto me conoce mejor que yo mismo, intuyó mis ansias de paternidad cuando me regaló a Tambor, aunque durante meses yo no sentí mucho más que pena y angustia por la enorme responsabilidad de criar y mantener a un bicho que olía a pis, tomaba biberón y se pasaba noches enteras gimiendo como un violín en manos de un novato.
Tampoco quería un segundo perro, aunque Marta también entrevió en mi capacidad cognitiva la conveniencia de adoptar un segundo perro que mitigase nuestras largas ausencias y sustituyese el reloj envuelto en la manta por un latido real.
Pero los miedos y las preguntas de los niños cuando Gus murió aplastado por el cáncer y la pena unos meses después de la torsión de estómago que nos llevó a sacrificar a Tambor me llevaron, quizás, a adelantarme a la visionaria Marta y traer a casa a nuestra actual perra.
El hecho de elegir una hembra no fue irreflexivo. Buscaba un poco menos de testosterona para evitar encontronazos, no tanto con otros perros, como con sus caseros humanos. Pero, cuando pensaba que por fin había encontrado por mí mismo las ganas o el poder de decisión, descubrí que en realidad se me había olvidado lo más importante. Mani tenía que ejercer, obviamente, su condición de hembra.
Traté de creer que en realidad no quería de ninguna manera soportar una gestación y sobre todo la cría de un puñado de despiadados esfínteres libres y roedoras fauces en una casa que, por otra parte, acababa de sufrir una reforma bestial. Pero en realidad, sí, coño, cómo iba a privar a la perra del instinto maternal y a los niños de enriquecerse con semejante experiencia. Cómo no me habría dado cuenta. Yo, que ni siquiera pude contemplar el nacimiento de ninguno de mis hijos y que me mareo con la simple visión de una herida, contemplé durante nueve larguísimas horas el agonizante parto de Mani. Nueve cachorros, nueve cordones cortaros de un certero mordisco, nueve bolsas, nueve placentas, nueve brotes de sangre...
Y sí, claro, los niños contemplaron alguno de los nacimientos, han conocido las maravillas de la naturaleza, se han sorprendido con el instinto protector de Mani, han cambiado su consideración sobre la perra....
Pero también han sufrido el lento desfile de los cachorros a otras casas, la despiadada presión sobre una perra que ha pasado de gacela a vaca lechera, la infinita capacidad intestinal de las dulces bestias y, sobre todo, un hedor que ni siquiera las Rindra, Ljuv, Tjlavi y otras quince velas impronunciables del puto Ikea son capaces de eliminar. Claro que, igual no conozco tampoco la capacidad de mi pituitaria, seguro que me dejo algo importante. Gracias Marta por guiarme en un yo que desconozco.