Tuesday 11 May 2010

Gimnasio Maragato

    Cada cierto tiempo hacemos una excursión prehistórica a León para abastecernos de carnaza sin necesidad de empuñar un arma ni tener que hacer uso de una línea de crédito. La vaca ya está muerta, la carne es fresca y tierna y el precio es casi de otra época. Sin embargo, he de confesar que el viaje en sí mismo suele despertar mi escondida condición vegetariana . El trayecto entre Astorga y la aldeíta al pie del Teleno está sembrado de baches y su trazado debió de ser diseñado por el sobrino parkinsoniano de Franco con plaza como delineante preferente en el MOPU. La tracción trasera de la furgoneta en la que nos desplazamos, con una enorme distancia entre ejes, no contribuye precisamente a mi bienestar y tampoco el hecho de que sea mi amigo Juan Carlos – que no baja de la quinta marcha y en ninguna circunstancia pasa de 1.500 revoluciones por minuto por cerrada que sea la curva – quien conduce la batidora roja.

    Llegados a este punto, el café y el donut ya han recorrido gran parte del camino inverso hacia mi garganta tal vez ayudados por el intenso olor a gasoil que dejó nuestra última visita a la gasolinera. Apenas podía distinguir las repetitivas construcciones maragatas de los últimos pueblos antes de llegar a nuestro destino embriagado por una desagradable sensación de mareo, naúsea y dolor de vientre. Pero lo peor estaba aún por llegar. La temida e inevitable entrada en la carnicería, que cedía amablemente a Marta antes de que el viaje se convirtiese en “cosa de hombres”, me hace involuntario espectador de un gore en 3D y Odorama. No sé si me desagrada más contemplar las piezas de carne sanguinolenta o el intenso olor a cadáver vacuno que invade una estancia adornada por media docena de ganchos de acero, afortunadamente libres de peso.
    La impresión es relativamente menor que en otras ocasiones ya que habíamos realizado un pedido anticipado, de forma que los ochocientosmil kilos de picada, solomillo o morcillo previstos estaban convenientemente preparados en bolsas blancas relativamente discretas para los poco curiosos. Claro que David, que pese al increíble precio del material había gastado la mitad del salario mensual en piezas vacunas, todavía quiso regalarse un par de corderos lechales que, estos sí, fueron convenientemente cuarteados, momento en el que aproveché para salir, no fuera a ser que un burro nos aparcase en doble fila o algún peregrino hambriento en plena ascensión en el corazón del Camino de Santiago, se abalanzase cegado por el cansancio sobre el apetitoso maletero.
    Cuando paso a cerrar mi cuenta, el carnicero me entrega una bolsa – esta sí, sangrante - en la que, se empeña en detallar, van las cabezas (con sus ojitos, lengüecitas y dientecitos) de los dos corderos que David se ha dejado olvidadas. No sé cómo consigo recorrer los cinco metros entre la tienda y David y entonces sí, necesito un poco de espacio para vomitar.
    El camino de regreso a Astorga me resulta algo más llevadero al volante de la batidora – al menos soy yo el que provoca los bandazos y apenas me llega el olor de los arcones que viven en el maletero–. Una vez en la Emérita Augusta continúa el festival del consumo con la visita a nuevas carnicerías en las que son especialistas en chorizos, carne de buey y arreglos para el cocido. Veinte kilos de bolsas y un par de cañas después, nos apresuramos en cumplir con lo que ya se ha convertido en una tradición para el grupo de amigos que hacemos frente común en la Causa Carnívora Leonesa. Se trata, ni más ni menos, que de la ingesta de un descomunal cocido, con sus descomunales raciones de bola, oreja, tocino, morro, morcillo, chorizo, gallina, garbanzos, sopa… De entrada, el peculiar orden de los platos me descoloca –No me acostumbro a calcular el hueco que tengo que dejar para la postrera sopa – pero es que, además, engullimos como si el mundo fuese a acabarse esa misma tarde. El donut con café vomitado en la aldea al borde del Teleno queda tan lejos y el cocido me gusta tanto, que devoro casi hasta la loza del plato y, por supuesto, doy buena cuenta de las tradicionales y energéticas natillas con bizcocho poco antes de caer en la trampa de la “digestiva” tacita de queimada.
    Ligeramente ebrios y extensamente gordos salimos del Mesón con la sensación de haber acumulado calorías como para hibernar dos años y gases como para cerrar el espacio aéreo europeo durante dos semanas – Me río yo de las cenizas volcánicas-.
    En la, también tradicional, visita a los gentiles y hospitalarios padres de Toño, ponemos a prueba la capacidad muscular de la pared estomacal tomando otro cafecito, un licorcito y, algunos, hasta un bombón que, por cierto, nos recuerda que todavía debemos hacer una visita más al centro para comprar – cómo no- el chocolate terroso y las mantecadas típicas de la bella ciudad de la que por cierto, jamás visitamos la Catedral, salvo que esté confeccionada con elementos del ganado.
    Con la excusa de que el último chupito de licor de café me sentó ligeramente mal, delego mi participación en el planner de conducción para la vuelta a casa confiando en que podré echar una siestecilla que aplaque mis ganas de morirme.
    Pero el maletero que antes desprendía un sutil aroma a chorizo parece ahora una delegación del Matadero Municipal y tanto mis compañeros de viaje como yo apenas podemos reprimir unos pedos a medio camino entre el garbanzo y el repollo y unos regueldillos con sabor a chorizo conservado en alcohol. De esta me hago vegetariano, pienso mientras rememoro  una imagen que por poco borra el resto de los recuerdos de tan estimulante viaje: Gimnasio Maragato, rezaba el cartel.