Friday 12 February 2010

Quinientas almas


A mediados del siglo pasado un médico británico presentó un estudio que concluía que, en el momento de la muerte, el cuerpo humano perdía exactamente 21 gramos de peso, lo que le llevó a elaborar la esotérica, novelesca y cinematográfica teoría de que la pérdida de lastre corresponde al abandono del alma.
No tengo ni los conocimientos científicos ni la osadía de rebatir tamaña teoría, pero sí la humilde sensación de que mi cuerpo aloja un alma infinitamente más pesada.
Recientemente me contaron el desgraciado caso de un señor al que tuvieron que realizar una especie de liposucción post mortem para poder encajar su cuerpo sin vida en un ataúd estándar. Probablemente se trataba de un alma igual de estándar y que refrenda la teoría. Yo, que soy un cabezota irremediable, tengo curiosidad por saber qué aspecto tendré en el momento de mi muerte por que sospecho que podría perder aproximadamente la mitad de mi masa corporal, aunque a la hora de eliminar mis restos resultará bastante irrelevante ya que espero que se cumpla mi voluntad de ser incinerado.
El sueño, el estado humano más similar a la muerte, me resulta particularmente liberador y no exactamente en el sentido físico. Cuando me siento triste o presionado y el diabólico ritmo de trabajo me lo permite, me gusta dormir. Pero lo hago simplemente por la necesidad de escapar de mi mismo, de apagar el interruptor. Aunque no tenga sueño y haya dormido hasta las once de la mañana, tengo el superpoder de convocar esta especie de muerte en vida durante 48 horas seguidas. Si tengo la desgracia de que alguna inoportuna pesadilla interrumpe mi trance, utilizo mis poderes para volver a esta especie de suicidio temporal. Sólo entonces, mientras mis niños comentan asombrados la longevidad de mi reposo, me siento verdaderamente liviano. Yo creo que en tan gratos momentos no sólo es mi alma la que se emancipa, también salen de farra las otras que me atenazan día a día y que, por este concepto jesuítico de la culpa, acepto llevar conmigo sin que nadie me lo haya pedido.

Monday 1 February 2010

Un día perfecto para el pez plátano


La artrosis llevó a Sybil a aquella playa 70 años después. Había reservado la 507, en el quinto piso. Antes de enfundarse el albornoz rastreó en busca de un aroma enterrado bajo miles de lavados. Bajó descalza al vestíbulo. El piano y la Sala Océano habían desaparecido. Paseó por el borde firme de la playa hacia el pabellón de los pescadores. No había castillos de arena ni clientes en esa época del año. Fuera ya de la zona reservada a los huéspedes del hotel escudriñó en su memoria antes de elegir un trozo de arena en el que depositar el albornoz plegado, primero a lo largo, y después en tres dobleces.
Cuando el agua le llegaba a la cintura, creyó sentirse sujeta por las suaves manos de Seymour. “Hace un día perfecto para el pez plátano”, pensó antes de perderse en la inmensidad del horizonte.

El jueves 28 de enero falleció J.D. Salinger tras sobrevivir 91 años al suicidio.