Wednesday 12 January 2011

La Naveta



Dos camisetas roídas y un par de calcetines que conocieron tiempos mejores yacían inertes en un improvisado tendedero. Los rescoldos de una fogata descansaban ahogados en un pequeño mar de cenizas. Con el termómetro por debajo de los cero grados, un pequeño cazo ennegrecido, un mendrugo de pan al borde de la congelación, un colchón con láminas de cartón y una manta ajada eran los objetos que conseguí entrever desde el quicio de una puerta inexistente . El pudor me llevó a atravesar en sentido contrario a toda prisa la descapotada nave abandonada al borde de la carretera de La Navata. El tiznado maquillaje de las paredes, las frases ofensivas, las declaraciones públicas de amores secretos, los cánticos revolucionarios entonados con pintura plástica en la piedra, el intenso olor a humedad y orín y las numerosas calvas de un tejado astronómico no hacían perder ni un ápice de encanto a un sueño que podría albergar con un poco de esfuerzo un centro de entretenimiento, conjunción de ideas, proyectos siempre inconclusos, centro ocupacional, escuela de artes o el "hub" soñado y tan bien explicado por la sabia Esther.
Pero los restos de vida me obsesionaron y relativizaron la ilusión de un sueño. No me costó imaginar docenas de vidas del habitante desconocido de la nave que, de una u otra forma, había convertido en su hogar. Un parado avergonzado que confundió trabajo con dignidad; Un nihilista, harto de la calidad humana que voluntariamente se convirtió en asceta; Quizás perdió la custodia de sus hijos en una de esas jugadas diabólicas del destino; Un inmigrante con miedo a ser deportado…
Me ofusqué de tal manera, que al día siguiente quise volver en busca de respuestas. Pero en la quinta habitación sin puertas de la alargada nave no hallé ni rastro de ninguna de las vidas imaginadas. Ni cazo, ni colchón, ni tendedero, ni ascuas. Aunque ya me levanté medio febril, noté entonces que los síntomas de enfriamiento empeoraban, así que me acomodé en un pedrusco, acumulé cuatro rastrojos y prendí una pequeña fogata para tratar de mitigar el frío. Al quitarme los zapatos para calentar los pies decidí poner a secar un par de calcetines que también conocieron mejores tiempos. Tuve un terrible presentimiento y comprobé que una camiseta roída cubría mi torso.

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Wednesday 5 January 2011

El enfermo imperfecto

Cuando era un niño mi padre no podía enterarse de que enfermaba, bastantes preocupaciones tenía encima el pobre. Recuerdo ahogar la tos nocturna contra la almohada tiritando ya fuera de fiebre o de miedo porque mi viejo no escuchase la evidencia de un catarro por curar. Los días en que sus turnos de trabajo le permitían llegar a una hora en la que podía vernos despiertos, mi madre empeñaba tal esfuerzo en bajarnos la fiebre o mejorar una palidez sospechosa, que hubiera sido quemada en la hoguera de haber nacido en otra época. Hasta que me operaron de anginas y vegetaciones estuve enfermo en varias ocasiones, pero pocas veces falté al cole para salvaguardar la estabilidad emocional de papá. Mis tres hermanas y yo heredamos de la paupérrima familia materna unas migrañas tensionales, pero mi padre jamás supo lo difícil que me resultaba cuando de adolescente me exigía que quitase esa cara de mala leche no fuera que me tuviera que dar una hostia. Finalmente, creo que mi cuerpo desarrolló una especie de defensa que me permitía estar malo en el trayecto en autobús del colegio a casa, en clase, en el patio, pero nunca en ese hogar libre de enfermedades. Vamos que podía morir siempre que mi viejo no se enterara. Cuando a los 18 tuve la suerte de conocer a Marta perdí muchos de mis miedos, empecé a saltarme peldaños sin miedo a tropezar, le presté gran parte de mi lastre emocional. Curiosamente, cada vez que tuvimos ocasión de estar juntos antes de decidirnos por juntar su estilosa delgadez y mi patológica tristeza, me ponía enfermo. Dos décadas después, mientras salgo de un proceso febril una vez más durante mis vacaciones en un momento laboral que lame el rojo, Marta reafirma su teoría de que el estrés bestial en el trabajo provoca una bajada de defensas sobresaliente en mis días libres. Menuda putada de teoría, para mí, para ella y para los niños. Yo creo que simplemente ella fue durante años mi único refugio seguro, el lugar para parar a descansar de vivir. Lo jodido, es que ya no lo es y eso me provoca tal preocupación sobre dónde, cuándo y cómo puedo enfermar que igual las defensas ya están de nuevo trabajando y me vuelvo un psicótico sanísimo.