Thursday 17 February 2011

¿Por qué somos del Atleti?

Él, acérrimo madridista, vivía en el castizo Paseo de los Olmos, a poca distancia del Vicente Calderón. Ella, seguidora por herencia y corazón hasta del extinto Atlético Madrileño pese a un apellido de lo más merengue, habitaba un piso muy próximo al inmaculado Santiago Bernabéu. Ella elogiaba a la afición atlética y su forma de entender el fútbol y la vida, al tiempo que se sorprendía de la frialdad de los seguidores madridistas, a los que contemplaba en semanas alternas en los aledaños del estadio con la sensación de que iban a una reunión de negocios.
Aunque le costaba entender el carácter voluntario de sufridor, él reconocía la alegría natural del aficionado rojiblanco, el colorido que sembraba el barrio los días de partido, pero odiaba no encontrar sitio para aparcar y tener que aguantar los gritos y cánticos desde el ático con vistas al Manzanares mientras fumaba un cigarrillo con su también madridista padre.
Como mucho identificados por unas discretas bufandas blanquiazules, los coches parecían formar parte inevitable del ritual de muchos de los aficionados merengues en jornada de partido, por lo que ella también sufría los tráficos, dobles y triples filas que, ante la impasibilidad municipal, tomaban los alrededores de su casa cada quince días.
Él simplemente daba hondas caladas a su cigarrillo mientras hacía chistes con su padre sobre la posible marcha al Madrid del Kun Agüero mientras ella resistía durante apenas unos minutos sus impulsos emocionales antes de llamar a la grúa municipal para poder entrar en el garaje pese a saber fehacientemente que, hasta el final del partido, habría de aguantar dentro del coche.
Mientras en uno de los estadios los aficionados compartían risas y llantos, en el otro comían pipas con una habilidad funcionarial.

Monday 14 February 2011

La reforma de las pensiones (y2)


Nadie en el Hemiciclo quería asumir el coste electoral de una subida de la edad mínima de jubilación por mucho que las pirámides poblaciones, el aumento en la esperanza de vida, y unas aportaciones insuficientes para que 22 millones de trabajadores pudieran financiar la pensión de 15 millones de jubilados en un horizonte no muy lejano, no dejasen lugar a dudas de que el sistema público es insostenible. Ante la falta de acuerdo en el engolado e internacionalmente sobrevalorado Pacto de Toledo, el Gobierno, en acuerdo secreto con el principal partido de la oposición, decidió volver a abrir el cofre de los denostados fondos reservados - que no computan en los sagrados objetivos de déficit público - y olvidó por un momento la congelación salarial y de contratación de funcionarios para recuperar la negra, despreciable pero bien remunerada figura del verdugo. Al tratarse de una actividad ilícita y paraestatal, las oficinas del INEM no podían ofrecer este empleo a los parados y el proceso de selección hubo de encargarse a un Comité de Expertos compuesto por miembros del gobierno, la oposición, El Banco de España y la Casa Real. En el caso del gobierno, el azar eligió al representante del Comité ante la reticencia de los miembros del Consejo de Ministros a participar en el proceso. Una de las ministras hizo honor a su apellido y sacó la pajita más corta en un proceso dirigido por el prestidigitador Ministro de Fomento. En la oposición, en una jugada de manual, Esperanza Aguirre hizo correr la voz de que quería hacerse con el puesto a toda costa, por lo que al final el marrón le cayó al Excelentísimo Alcalde de Madrid en un intento de su partido de construir un poderoso dossier para frenar posibles aspiraciones futuras. El omnipresente Banco de España designó a uno de los más fieles conserjes de la Calle Alcalá que antes de custodiar el oro ruso llegó a ser sargento de la Legión en Ceuta. En la casa Real, la indisposición de su Majestad y la pila de plancha pendiente del heredero al Trono llevaron a los consejeros reales a designar como representante externo al Conde de Marichalar, a fin de cuentas, un padre real.
En las primeras reuniones ya se puso de manifiesto la dificultad de la misión, empezando por el lugar en el que convocar la junta que, finalmente, resultó la cámara acorazada donde el Banco de España todavía guarda cientos de lingotes de oro, algunos de ellos incluso con la esvástica de algún pago nazi al régimen. En la antesala del complejo sistema de ascensores sumergibles en caso de emergencia para impedir cualquier asalto a las cámaras acorazadas con las que sueñan los numismáticos, la ministra Pajín manifestó su descontento por la escasa diversidad del comité. Sólo una mujer, ninguna persona de otra raza o condición sexual minoritaria. El conserje dejó ver los tatuajes caseros apenas distinguibles en lo que debieron de ser los bíceps haciendo notar su condición de minoría "amás de haber sodomizado, me perdonará su señoría, en más de una ocasión a algún que otro animal de granja". Las monteras que Gallardón tenía por cejas se encorvaron ante el comentario del ex-legionario mientras Don Jaime admiraba su combinación de pantalones fucsia y una camisa verde de amebas mientras pensaba que era la única persona con clase del grupo y sacaba de su riñonera Chanel un móvil Vertú con diamantes para comprobar que, efectivamente, en el búnker no había ni una línea de cobertura y él tenía cita en la peluquería a las 5.45.
Una vez en la estancia, el comité de sabios constató que había olvidado encargar las viandas así que jugaron de nuevo al palo más corto y la ministra, ya algo mosqueada por su mala fortuna, hubo de subir al Rodilla de la esquina a traer una combinación de sandwiches y media docena de bayonesas por si la reunión se alargaba.
Tras la frugal comida, los miembros de la nueva sociedad secreta decidieron que pondrían un anuncio en los periódicos nacionales de gran tirada y en La Gaceta, refugio de patriotas y soldados de Dios. Tardaron un par de horas- tiempo más que suficiente para dar buena cuenta de las bayonesas- en decidir el texto del anuncio: "¿Eres de los que toman sin dudarlo el último canapé de la bandeja? ¿Decidido? ¿Valiente? ¿Sin complejos? ¿Prefieres la victoria a la honra? ¿Te gustan las pelis de Chuck Norris/Charles Bronson/Van Damme o Steven Seagal? ¿Estás dispuesto a ayudar a tu país con una excelente remuneración?.
El apartado de correos al que remitía el anuncio recibió cientos de respuestas, aunque por uno u otro motivo - el regidor madrileño lo atribuyó al texto del anuncio con el que nunca estuvo de acuerdo- la mayoría de los candidatos tenían instintos asesinos, sí, pero estaban lejos de tener el glamour o la elegancia y discreción de un agente secreto. Además, se daba la circunstancia de que la mayoría de ellos eran al menos sexagenarios.
Un viernes, tras ver el titular del periódico mientras desayunaba unas porras con cazalla y un café, el empleado del banco central dio con la solución: El colectivo de controladores aéreos. Ya eran lo puto peor en imagen social, estaban acostumbrados a trabajar en turnos y quizás alguno de ellos podría ser acusado de traición, circunstancia perfecta para ofrecérsele un indulto a cambio de un trabajito para el Estado. Además, en términos generales, se trataba de tipos educados, con una imagen física excelente. Incluso uno de sus portavoces tenía club de fans en facebook. Como media España, que odiaba a esos diablos que provocaron el primer Estado de Emergencia de la democracia, daba por hecho que la cuestión de escrúpulos estaba resuelta. Media docena de Aston Martin, una buena paga, un par de trajes y una magnum del 45 harían el resto. Jubilados, incapacitados laborales y parados, no abran la puerta a desconocidos aunque lleven traje.
 

Thursday 10 February 2011

Luz de gas


Tomás era un empleado eficiente, ordenado, cumplidor, obediente y razonablemente bien valorado. Divorciado sin hijos, extendía su jornada laboral mucho más de lo exigido, lo cual generaba inevitablemente ciertos celos cuando no enemistades entre los compañeros del Ministerio, conocedores de todas las triquiñuelas de libranza que ofrece la Administración Pública. 
En contra de lo que muchos pensaban, Tomás no era un tipo ambicioso, había dejado pasar diversas pruebas de promoción satisfecho con sus labores administrativas. Un salario en línea con la media nacional, una mesa razonablemente ancha, un PC con procesados 486 y lenta conexión a internet, una grapadora con su nombre grabado en indeleble, una cajonera móvil con tres compartimentos y un combo con lápices, bolígrafos, un par de fluorescentes, un diccionario editado en 1975 y un juego de celo y tijeras hacían que su vida laboral fuera plena.
La señora de la limpieza le adoraba. Su escritorio era un ejemplo de orden y pulcritud a pesar de que personalmente daba una cierta sensación de desaliño, con una vestimenta repetitiva que parecía sacada de los saldos de un Lidl en una remota región del Kurdistán y que dejaba salir a trompicones un intenso olor corporal.
Solía comer solo, en escasas ocasiones acompañaba al resto de los funcionarios que usualmente bajaban en tropel a comer en el sótano-comedor del Ministerio. Él prefería comprarse un par de sándwiches baratitos y comerlos en un banco con luz natural frente a la oficina. Así que las conversaciones, casi siempre críticas o sarcásticas, cuando no crueles, en torno a su persona eran frecuentes entre el personal del centro.
Era objeto de bromas con cierta asiduidad pero nada parecía importarle empotrado entre las mamparas móviles a media altura que le protegían en su pequeño palacio. Una mañana perdió la templanza habitual al reparar en que su grapadora azul celeste había desaparecido. Tras revisar mentalmente las últimas ocasiones en las que usó tan imprescindible herramienta, probó a abrir el primer cajón del escritorio móvil, lo que precipitó una catarata de objetos al suelo dado que el mueble o los cajones habían sido dados la vuelta.
Se levantó nervioso, incapaz de soportar la visión de tal desorden y escudriñó una por una el resto de las mesas de la planta en busca de su grapadora. El resto de los compañeros hicieron como si no hubieran oído el estruendo que provocó la cajonera ni la extraña actitud de Tomás hasta que en la mesa de la secretaria, junto a la entrada, divisó una grapadora azul celeste. Antes de proferir un grito sobre la propiedad descubrió que, pese a parecer su grapadora, no contenía su nombre grabado en indeleble. “TomasA” rezaba el rótulo negro en la espalda de la grapadora.
Tuvo que contener su ira antes de regresar a su escritorio, recoger los objetos esparcidos por el suelo, dar la vuelta a los cajones y tratar de recuperar la calma. Decidió usar un clip para agrupar el dossier y, por primera vez en años, se marchó a casa tres horas antes del horario habitual.
Cuando salía por la puerta le pareció escuchar su nombre entre risas uniformes, pero no miró hacia atrás. En el rutinario camino de vuelta a casa se equivocó de calle y tuvo que dar una vuelta por la M-30 para poder encarar su garaje. Con tendencia a automedicarse, se tomó un par de Lexatines antes de echarse en el catre pese a lo cual se levantó puntual a las 05.57, tres minutos antes de que sonase el despertador.
Llegó, como siempre, el primero a la oficina y descubrió con sorpresa encima de su inmaculada mesa la grapadora azul celeste con su nombre grabado en indeleble. Trató de no darle más vueltas y se dedicó a repasar la contabilidad trimestral. A media mañana, con la oficina todavía en media entrada se levantó al escuchar a alguien llamarle enérgicamente. Pero todos sus compañeros estaban centrados en sus asuntos y no pudo encontrar el origen de la llamada. Antes de la hora de comer dos compañeros pasaron sin saludarle por delante de su escritorio, incluso uno de ellos tomó prestada la grapadora – todos sabían que era un poco maniático con sus cosas - como si él no estuviese presente.
Al día siguiente, uno por uno, sus compañeros le preguntaron que cómo estaba, dando por hecho que el día anterior había estado enfermo. Abrumado por esta extraña muestra de cariño y por el hecho de que estaba seguro de haber asistido al trabajo el día anterior, optó por no contradecir a nadie, como solía hacer, y dijo que se encontraba mucho mejor.
Ni siquiera trató de levantarse cuando escuchó su nombre en tono de llamada en varias ocasiones a lo largo del día y tampoco le sorprendió comprobar al encender el ordenador que el teclado y la pantalla estaban boca abajo.
Decidió dejar el coche aparcado y volvió a casa caminando pero cuando iba a saltar la verja del hospital fue detenido y conducido a su habitación por dos fornidos Ateeses. Agarró con fuerza la grapadora azul celeste con su nombre grabado en indeleble y se durmió profundamente.
 

Me llamo Zoe


Arropado por su pequeño y rollizo brazo sentía cómo subía su temperatura corporal a pesar de que el termómetro marcaba solamente 37,5 grados. Reaccionó al antitérmico con una sudada digna de un atleta y tras cambiarle la camiseta – por supuesto una de sus favoritas, la rosa con un corazón rojo en el centro - pasó una noche razonablemente tranquila. Cada vez que posaba los labios en la frente para comprobar el termostato corporal me enternecía mirar sus mejillas enrojecidas y ligeramente menos rellenas por la enfermedad. También me enternecía y sorprendía a la vez con qué sentido del humor visionaba desde sus nuevas gafas de notable graduación uno tras otro una decena de capítulos de “Me llamo Earl”, una serie ácida y difícil para una niña de seis años. Los privilegios del enfermo en nuestra casa incluyen excepcionalmente horas ilimitadas de pelis, series de TV o lectura. La elección de Zoe igual no es casual, porque se trata de una niña que quiere encantar, necesita ser querida y agradar es uno de los objetivos básicos de su pequeña existencia.  A diferencia del protagonista de la serie, Zoe no tiene una lista de malas acciones que reparar, pero, definitivamente quiere ser una buena persona.

Monday 7 February 2011

Reforma de pensiones


Tenía que subir el volumen del televisor considerablemente y usar sus gafas bifocales para poder atender con cierto entendimiento las noticias. Pasaba horas visonando shows televisivos intrascendentes, pero esos no requerían toda su atención, incluso podía mirarlos sin tomar su ingente dosis de medicación diaria en tres fases. Pero en las últimas semanas estaba preocupado por el debate sobre la reforma de las pensiones y buscaba entre el océano digital  televisivo debates, noticiarios o cualquier programa que tratase el tema. Él estaba jubilado hacía ya 20 años, pero no acababa de entender que la propuesta de reforma no tendría efecto sobre sus mínimos ingresos. Recibía una vez en semana la visita de un asistente social que trataba en balde de explicarle el espinoso tema, pero acababa rendido no ya por la sordera, ni el alzheimer, ni el cáncer de pulmón, sino  por el grado de descreimiento al que le llevó una reconversión industrial salvaje y una izquierda que le hizo añorar tiempos en blanco y negro.
Pese a la recomendación de los médicos, decidió salir a dar un paseo tras abandonar el centro de día. Observó con ironía a los niños que jugaban en un parque repleto de máquinas de hacer ejercicio en principio pensadas para las personas mayores. Revisó el cubo de la basura junto al supermercado del que rescató unas piezas de fruta a las que todavía se les podía sacar unos mordiscos y enfiló calle abajo hacia el sótano en el que vivían arrendados una estufa de butano, una vieja tele de las de cuerpo grande con el receptor externo de TDT que hubo de configurar el asistente social, un catre y una minúscula cocina de un solo fuego.
Prendió el televisor mientras seleccionaba la parte comestible de las frutas y las aliñaba con aceite de girasol y un buen puñado de sal. Le pareció entender que los sindicatos habían firmado un acuerdo con el gobierno para modificar el sistema público de pensiones y cortó el cable del televisor. Buscó entre los restos de una antigua caja de latón en la única estantería de la estancia una foto con dos de sus amigos del alma en su añorada villa asturiana de Cangas del Narcea esperando ansioso a la visita del asistente el jueves para dar salida al puto televisor y colocar en su lugar una estampa que esperaba contemplar, de nuevo cigarrillo en mano, hasta que le llegara la muerte tan ansiada por un Estado deseoso de liberar coste de pensiones.

Tuesday 1 February 2011

45 r.p.m.



Había decidido tomarme el día libre – un eufemismo en un día lectivo en el cole y el instituto y teniendo que conectarte en remoto con el curro – por aquello de templar un poco los nervios, quizás incluso tratar de dormir un poco. Acompañar a los niños a clase, comprar logística de limpieza y cocinar me robaron la mayor parte de la mañana. En el ratito que me quedaba antes de recoger a los niños del cole intenté echar un sueñecito, pero me comían los nervios, poniendo a prueba mi pésima memoria una y otra vez con la tercera estrofa del Beat it. El diluvio universal tampoco ayudó mucho al ánimo, así que en cuanto pude me marché a Carabox, donde había quedado con Manolo para recoger los trastos que nos hacían falta. Teníamos una cita a las seis para montar los equipos y hacer la prueba de sonido, algo que también en parte resultó ser un eufemismo. No en el sentido del montaje, que nos tocó íntegro (incluyendo el acople de una batería completa) pero sí en el del horario, cuyo concepto está sujeto a tanta laxitud como personas implicadas. Rafa, Fernando y David llegaron a tiempo – llevamos relojes de pelo de idéntica marca – y con un estado de nervios diverso. La misma ilusión, distintas inquietudes (que si la segunda vuelta del Back in the USSR, que si los cortes del My Sharona, que si el acelerón en Should I Stay or Should I go…). Pese a tocar en segundo lugar, el primer grupo llegó cuando estábamos ya probando sonido, aunque tuvimos (salvo el maravilloso técnico Gus) que hacer pocos ajustes para tratar de hacer posibles las dos actuaciones sin invertir demasiado tiempo.
Pese a que cuando cerramos el trato del bolo las instrucciones fueron inusualmente precisas, desgraciadamente tampoco se cumplieron. Muchos de los amigos convocados a un barrio con un enjambre de coches y unas calles que hacen amplios los recovecos de Malasaña, llegaron puntuales (según quién defina la puntualidad) y encontraron cerradas a cal y canto las puertas del local. Pasadas ampliamente las diez de la noche (hora pactada para el inicio del primer grupo) las risas y la emoción empezaron a dejar paso a la preocupación entre los miembros del grupo. Una vez más el concepto del tiempo era realmente diferente entre nosotros y los dueños del local y miembros de la primera banda.
Manolo, Rafa, Fernando y yo (David es mancebo y más tranquilo) nos inquietamos cuando empezaron a tocar pasadas las once de la noche (el local tiene prohibido actuaciones más allá de las 12.30, nos dijeron, para asegurarnos que ellos estarían en el escenario una hora). Teniendo en cuenta el cambio de equipo, ajustamos el repertorio para una hora, pero tras una poderosa sesión de Blues, llegamos a la medianoche sin habernos subido al escenario. A estas alturas el nivel de tensión variaba en un amplio espectro de tonalidades, desde el negro zaino de Manolo al blanco neutro de David. Las miradas de soslayo se centraron en el color oscuro, cuyo encabrone llegó a tal punto que se negó en un principio a subir al escenario. Tuvo que ser su amigo Rafa – a quien estima y escucha sin reservas - quien le convenciese de tomar las baquetas y hacer honor a los muchos amigos que habían venido con el generoso objetivo de vernos tocar. Fernando, David y yo, ansiosos como estamos todavía por tocar en directo (falta de experiencia, supongo) estábamos como locos por empezar, así que seguimos la veloz batuta de Manolo en un repertorio de 14 canciones que apenas duró cuarenta y cinco minutos. Pese a los nervios – que provocaron fallos, descoordinaciones y vertiginosas versiones - volvimos oir gemir a la Godin burdeos de Rafa, a ratos llorar y gritar. Fer se entregó cantando como nunca y llenó el local con el bajo de las cuerdas sucias. David pellizcó con precisión las de su falsa Fender y punteó ferozmente sobre su Sponge Bob tuneada mientras Manolo, quién sabe si por desahogar su furia, dio una clase magistral de percusión a un público entregadísimo al que, desde aquí, quiero dar de nuevo las gracias.
Para rematar la faena, la polémica ley antitabaco nos regaló un fin de fiesta pasado por agua cuando unos vecinos del bloque en cuyo primer piso descansa el local regaron nuestras conversaciones exteriores con un par de generosos cubos de agua.
 Es cierto que las circunstancias putearon a Manolo, que Rafa estuvo mucho más serio de lo normal.  Quizás tenía razón quien me dijo que teníamos menos complicidad que en otras ocasiones. Llegué incluso a pensar que a esta etapa ya le queda poco. Pero para mí fue como uno de esos singles a 45 revoluciones que resultan fáciles de oir, enganchan rápidamente y tienen surcos más estrechos que impiden la entrada del polvo que tanto daño hace a los LPs.