Se empeña con las ganas de un demente en
encarar una y otra vez el laberinto, aún
a sabiendas de que el éxito jamás le permitirá salir al exterior, ni siquiera saborear
el rancio trozito de queso por una irónica
intolerancia a la lactosa. Pero en cada acometida cumple con lo que se espera
de él y elige una ruta alternativa como si empezase una nueva vida. Con una
disciplina militar, cada noche dedica unos minutos a repasar mentalmente los
pasadizos antes de caer en un profundo sueño en el que a menudo su espíritu
tampoco puede resolver el jeroglífico vital. Acurrucado en un rincón del salón bajo
la mesilla roe ferozmente el hueso de un melocotón mientras lamenta su perra suerte.