Wednesday 28 May 2014

Con D de pérdida



Desgastado, desacreditado, despechado, desgraciado, desesperanzado, desolado, sientes desfallecer, quieres desistir, te desasosiega el desaliento... te gustaría desaparecer, descansar, desertar. Desoye al destino, toma un desvío y desvaría.

Monday 31 March 2014

Biblioteca


    Biografías, narrativa, novedades, otros idiomas, una pequeña hemeroteca, tres enormes y luminosas plantas vestidas de aluminio y cristal. Quietud. El monótono zumbido de la calefacción se convierte en la base rítmica de una melodía compuesta por silencios, con pequeños arreglos que van desde el tímido paseo de las páginas de un diario devorado por un jubilado con presbicia al movimiento nervioso de una silla tomada por un metódico estudiante que parece preparar el quirófano para una operación a corazón abierto. Elige la última de las diez largas mesas de la sala central y el último de los doce puestos de la fila de madera junto a un ventanal desde el que, en días despejados, se puede ver la bola del mundo. Apoya una pesada mochila en el tablón de contrachapado y, bajo la atenta mirada de un jovencísimo Antonio Machado en blanco y negro, inicia una danza estudiada al milímetro. Se toma su tiempo en montar un liviano atril de pvc sobre el que apoyará el tercer tomo de un tratado de biología molecular. En una perpendicular casi perfecta alinea tres rotuladores, negro, rojo y verde, flanqueados por un lápiz HB con la punta impecable y una goma milán que huele a infancia. Al alcance de la mano izquierda deposita una botella de agua, un paquete de pañuelos de papel, una caja de chicles de fresa ácida y un móvil de última generación. Solo después de una meticulosa revisión visual del sofisticado escritorio saca con sumo cuidado un ordenador portátil de quince pulgadas que asienta a la derecha del atril y un pulcro cuaderno de anillas DinA4 que parece deseoso de ser utilizado. Probablemente satisfecho de un trabajo bien hecho, desenrosca el tapón de la botella de agua y da un generoso trago. Saca entonces dos grajeas de chicle mientras comprueba algo en el enorme móvil. Sonríe tímidamente ante un estímulo de la pantalla y teclea con sorprendente habilidad utilizando los dos dedos índices. Se mantiene unos minutos enganchado al terminal aunque hace amago de apoyarlo en la mesa un par de veces antes de posarlo para mantener entonces una dura lucha con la silla tratando de encontrar la posición idónea. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta ...” parece leer una docena de veces rotulado en negro en el saliente de la planta tercera. Cuando por fin parece haber encontrado el equilibrio perfecto entre la silla, la mesa y los enseres, toma un nuevo trago de agua, revisa el móvil y enfila la escalera hacia la salida. Regresa diez minutos más tarde acompañado de una chica de ojos sonrientes que parece haberse transportado desde la cama. Saca un desvencijado libro y se entrega a la lectura como si la vida le fuese en ello. Él vuelve a dar un sorbito de agua y, sin dejar de observarla, recoloca el rotulador verde mientras vuelve a echar un vistazo al móvil. Ella ya está en el hospital atendiendo un grave caso de lo que parece ser una sepsis infantil. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta ...”, vuelve a leer él, sin entender. El jubilado con presbicia aprovecha la tranquilidad de la sala para volar sin pasaje a Kiev y observar sin miedo la ferocidad de las protestas, la puntería de los francotiradores y los vanos intentos de paz por parte de la diplomacia internacional. Agota los últimos restos de la botella de agua cuando ella ya ha pasado de capítulo y está en la UCI de pediatría observando la reacción del bebé de once meses a un tratamiento de choque con antibióticos. Él la contempla embelesado, sueña con besar sus labios y nota cómo se le acelera el pulso y se le seca la boca. Cuando ella está discutiendo en una sesión el caso clínico, un tipo irrumpe precipitadamente en la sala: “Se me ha acabado el agua y noto cómo se me aventa la garganta, ¿me acompañas al Super a pillar una botella?”.

Thursday 6 February 2014

061



Un mes después de cumplir los 18 obtuvo el carné de conducir. Me explicó que los estudios no se le daban especialmente bien, pero conducía como un experto, su padre era un as en el manejo del automóvil y desde chico le enseñó todos los secretos del volante. Así que se sacó los permisos necesarios para conducir motiocicletas, camionetas, camiones de hasta 1.500 kg y turismos de servicio público y transporte urgente. Como las competiciones deportivas parecían reservadas a gente con elevados recursos económicos, probó sin éxito a hacerse con una licencia de taxi y posteriormente fracasó en su intento de hacerse transportista autónomo, pero la suerte le sonrió cuando le ofrecieron conducir una ambulancia del 061. Era un trabajo a su medida: vista perfecta, nervios templados y una habilidad realmente virtuosa a manos de cualquier aparato motorizado.
            Aquella noche era la primera vez que coincidíamos. El ayuntamiento del pueblo en el que hacía guardia había alquilado permanentemente los servicios de la ambulancia para eventuales traslados al hospital de los enfermos más graves. Además de compartir horas de vigilia con el enfermero y conmigo durante la larga noche de guardia, me acompañaba amablemente a los avisos domiciliarios que, de no ser por su ayuda, se me habrían hecho muy cuesta arriba por la dificultad de encontrar las direcciones en esa complicada red de urbanizaciones de la sierra. Desde que le ví tuve la sensación de conocerle. No fue como esa sensación de no reconocer a un antiguo compañero de pupitre, sino más bien como cuando te encuentras a un vecino de otro bloque con el que rara vez coincides en el autobús o en alguna tienda del barrio. Sus rasgos sólo me eran remotamente familiares y como no soy buena fisonomista y nunca he vivido en un bloque de muchos vecinos supuse que habría coincidido con él en el hospital o en el centro de salud donde trabajaba en Madrid.
             Atiendo a decenas de pacientes al día y es difícil almacenar en la memoria el largo deambular de rostros alterados, impotentes, enfadados o resignados que desfilan frente a mis ojos en cada guardia. Aunque recuerdo los cuadros clínicos y los tratamientos, casi nunca me quedo con las caras de los pacientes. 
             Fue un día especial por lo excepcional del caso. Recuerdo que había mucho trabajo y una interminable lista de espera, pero el celador se acercó para decirme si podía atender con premura a una señora contusionada por un accidente de tráfico en el que había fallecido su marido. "Se trata de un compañero"-me dijo, para explicarme inmediatamente después que era la madre de un conductor de ambulancia que atendió una llamada de urgencias por un "tráfico" en la carretera de Manzanares del Real en el que había fallecido su propio padre, un as del volante, que no pudo evitar la embestida de un vehículo que circulaba en dirección contraria. Era el rostro de la muerte, ahora lo sé aunque me cuesta reconocerlo en este chaval mucho más delgado y con la mirada perdida que me confía la experiencia más traumática de su vida profesional sin saber que fui yo quien, esa noche fría del mes de marzo, conversó con su espíritu sobre el estado de su madre y le dió el pésame por la muerte de su padre. 

Thursday 30 January 2014

El cofre de las tres llaves

    A principios del siglo XVIII, en España, un mercader genovés intercambió un cofre de estaño por un par de metros de seda. Aseguró al comprador que la pequeña caja contenía dentro una riqueza que para sí querrían muchos reyes. Le advirtió que no debía manipular el cofre sin obtener las tres llaves de plomo que estaban dispersas por otros tantos puertos del viejo continente bajo la amenaza de una maldición que arruinaría su vida y la de su familia. Ante la perspectiva de un rápido enriquecimiento, el comerciante liquidó sus propiedades textiles y se embarcó en busca de las ansiadas llaves. Siguió los consejos del vendedor y, el primer mes encontró en una localidad francesa una de las llaves, por la que tuvo que desembolsar, en monedas de plata, más de tres veces lo que le había costado el cofre. Pero gastó todo su capital en sus viajes posteriores sin hallar rastro alguno de las otras llaves. Tuvo que enrolarse en tripulaciones de mala muerte para poder viajar y vivir de la caridad del prójimo hasta que se decidió, al borde de la muerte, por vender el cofre y la llave, en un único paquete, a un noble británico con las pupilas doradas de tanto contar monedas de oro.
    El noble decidió dar un giro al negocio y vendió por separado cofre y llave a dos personalidades relevantes, dando su garantía personal de que era posible conseguir las cuatro piezas del puzzle siempre que uno tuviese una fortuna suficiente para sufragar los gastos derivados de la búsqueda y la compra misma de los bienes.
    El nuevo propietario del cofre, experto en técnicas de enriquiecimiento, contrató los servicios del mejor cerrajero londinense, pero no pudo dar con el molde capaz de reventar las cerraduras, así que vendió a un emergente banquero de las Américas la caja ya algo deteriorada. Mientras tanto, las llaves circularon entre distintos propietarios de avaricia e intenciones similares multiplicando sensiblemente su valor.
    Los descencientes del banquero americano siguieron la tradición de sus ancestros y, con el paso de los años, en el impresionante patrimonio familiar figuraban, sin figurar, claro está, una roñosa caja y un par de llaves de plomo que se ajustaban a dos de las cerraduras.   
            Una mañana otoñal, en el rastro madrileño, un anticuario aseguraba en un espartano pero correcto inglés que la llave que sostenía en sus manos valía mucho más de lo que costaba. Mr. Jones descorchó la mejor cosecha de borgoña que albergaba su extensa bodega, un Romanée Conti del 96, y se recreó en la degustación antes de disponerse a abrir el ansiado cofre, con el que habían soñado cientos de personas antes de él. Introdujo las tres llaves girando dos cuartas las dos primeras y una vuelta entera la cuarta. Le excitó sobremanera el ruido del cerrojo al quebrarse. Dudó unos instantes, se sirvió otra copa de vino. Destapó el cofre, lo miró estupefacto unos instantes. Se echó a reir. Volvió a cerrarlo y tiró una de las tres llaves por el retrete. Al día siguiente vendió el cofre a un jeque árabe, una llave a un conocido directivo de un banco de inversiones estadounidense y otra a un grupo de inversores austriacos. Obtuvo plusvalías desorbitantes mientras garantizaba confidencialidad a los compradores. Se juró a sí mismo que jamás desvelaría el contenido de aquel cofre de estaño cuyo valor de mercado excedía, con mucho, el terrenal.

Tuesday 21 January 2014

LA ALTERNATIVA

La tarde estaba completamente encapotada y bien entrada en agua y el tendido no prestaba demasiada atención. Pero Manuel, el toto, vio el cielo abierto y se movió firme, muy torero, hacia la parte central del ruedo. Había soñado montones de veces la faena que le abriría mil puertas grandes, pero apenas llegaba el momento en el que le dejasen entrar por las pequeñas.
    Se pasó dos días enteros observando el ganado. Había tenido tan pocas oportunidades, que no conocía personalmente a los toros. Aunque los había visto reaccionar en cientos de ocasiones siempre fue con la muleta en manos de otro. Y claro, aquella carretilla de madera de andar chirriante y cuernos barnizados no tenía la nobleza ni la embestida ni la bravura de un encastado.
    Venía de una larga dinastía de toreros, pero ninguno pasó de subalterno, quizás por eso tenía inflamadas las ganas de triunfar. Por eso y porque su familia, que si entendía de algo era de toros, le animó a no dejar los trastos y a malvivir como albañil, repartidor o pintor ocasional en espera de que un avispado empresario tuviese ojos para ver a un Manolete en potencia. Entrenaba a diario, tres horas en la Casa de Campo y un par en la escuela de tauromaquia y esperaba la composición de los carteles como quien aguarda una sentencia de muerte. No aprendió de las promesas tantas veces incumplidas y confió un año tras otro en colarse en alguna de las numerosas ferias que se celebraban en su comunidad.
    Pese a las ganas, cuando le llegó el momento tenía miedo, para qué negarlo. No iba dispuesto a dejarse matar, pero sí a morir. Sólo pensaba en gustar, en gustarse. Aunque apenas había comido, un puñado de gusanos escarbaban su estómago mientras un emergente ardor pedía paso entre la boca de esófago y la garganta.
    Empezó templado, dominando, como mandan los cánones. Midió bien las distancias, con la mirada, bien colocado. Se deleitó con un par de verónicas, algunos redondos magníficamente ligados y un par de chicuelinas bien medidas. Se creció, toreó en las tablas, de rodillas, a izquierdas y derechas, sin atender al jolgorio exterior, al viento casi huracanado ni a la lluvia.
    Sonó un aviso, luego otro, y otro más cuando un subalterno de azul y plata con la montera de plato hizo un meritorio quite justo en el momento en que el renault cinco, negro zahíno, astifino y bravucón embistió con furia y a punto estuvo de arrancarle la taleguilla tras un largo pase de pecho.
    Desde aquella acelerada faena esquivando automóviles en la salida de Ventas de la M-30 nada volvió a ser lo mismo. Un escalofrío de satisfacción recorría su espina dorsal cada vez que sus compañeros del centro psiquiátrico le gritaban: "Torero".

Wednesday 15 January 2014

Virus



            Se caía la Bella. El no pagó entrada, ni pidió permiso, pero visitó sus intestinos con intención de romper la noche. Bailó como un demente entre sus estrechas paredes. No encontró pareja, pero sus violentas sacudidas hicieron que el resto de los clientes saliesen precipitadamente. Los más próximos a la entrada, por la puerta y los más lejanos, por la ventana.
            Se caía Balú. Bajó hasta el cuarto de calderas y manipuló el termostato de su pequeño cuerpo hasta hacer subir la temperatura muy por encima del rojo. No se podía estar en el salón, tampoco en el baño, ni en la entrada. Se inflamó el porche, se derritieron las ventanas.
            Se caía Mowgli. Fue a buscar algo de merca al barrio chino y entró a saco en el callejón de los sueños. Invitó a un tripi a Walt Disney y proyectó sus visiones sobre las frágiles paredes de las neuronas. Puso a desfilar a la Bella, a Mowgli y a Baloo por el patio de la guarderia, con el trazo distorsionado y al borde de un precipicio inexistente.
            Se caían papá y Mamá. Se levantó guerrero, con ganas de bronca, así que se dió de hostias con cuantos se cruzaron en su camino. Se deshizo primero de una pandilla de gramos enclenques. Después aplastó a otros que plantaron algo más de cara y finalmente, envalentonado y con el vigor que da el triunfo, se atrevió con algunos kilos a los que también acabó despachando.
            Papá salvará a Mowgly, Balú, la bella y mamá, no te preocupes cielo.
            No, se caía papá.
            Ya, pero como papá es muy fuerte no se hace daño.
            Vio el cesped virgen, recién abonado, de sus sentimientos y no pudo resistir la tentación de pisotearlo. De paso, embarrado hasta las cejas, buceó en las cristalinas aguas de sus recuerdos.
            Carmen, mala. María, mala.
            No, hija, tú eres buena y Carmen también, el que es malo es el hijoputa del virus este que te está consumiendo.