Thursday 6 February 2014

061



Un mes después de cumplir los 18 obtuvo el carné de conducir. Me explicó que los estudios no se le daban especialmente bien, pero conducía como un experto, su padre era un as en el manejo del automóvil y desde chico le enseñó todos los secretos del volante. Así que se sacó los permisos necesarios para conducir motiocicletas, camionetas, camiones de hasta 1.500 kg y turismos de servicio público y transporte urgente. Como las competiciones deportivas parecían reservadas a gente con elevados recursos económicos, probó sin éxito a hacerse con una licencia de taxi y posteriormente fracasó en su intento de hacerse transportista autónomo, pero la suerte le sonrió cuando le ofrecieron conducir una ambulancia del 061. Era un trabajo a su medida: vista perfecta, nervios templados y una habilidad realmente virtuosa a manos de cualquier aparato motorizado.
            Aquella noche era la primera vez que coincidíamos. El ayuntamiento del pueblo en el que hacía guardia había alquilado permanentemente los servicios de la ambulancia para eventuales traslados al hospital de los enfermos más graves. Además de compartir horas de vigilia con el enfermero y conmigo durante la larga noche de guardia, me acompañaba amablemente a los avisos domiciliarios que, de no ser por su ayuda, se me habrían hecho muy cuesta arriba por la dificultad de encontrar las direcciones en esa complicada red de urbanizaciones de la sierra. Desde que le ví tuve la sensación de conocerle. No fue como esa sensación de no reconocer a un antiguo compañero de pupitre, sino más bien como cuando te encuentras a un vecino de otro bloque con el que rara vez coincides en el autobús o en alguna tienda del barrio. Sus rasgos sólo me eran remotamente familiares y como no soy buena fisonomista y nunca he vivido en un bloque de muchos vecinos supuse que habría coincidido con él en el hospital o en el centro de salud donde trabajaba en Madrid.
             Atiendo a decenas de pacientes al día y es difícil almacenar en la memoria el largo deambular de rostros alterados, impotentes, enfadados o resignados que desfilan frente a mis ojos en cada guardia. Aunque recuerdo los cuadros clínicos y los tratamientos, casi nunca me quedo con las caras de los pacientes. 
             Fue un día especial por lo excepcional del caso. Recuerdo que había mucho trabajo y una interminable lista de espera, pero el celador se acercó para decirme si podía atender con premura a una señora contusionada por un accidente de tráfico en el que había fallecido su marido. "Se trata de un compañero"-me dijo, para explicarme inmediatamente después que era la madre de un conductor de ambulancia que atendió una llamada de urgencias por un "tráfico" en la carretera de Manzanares del Real en el que había fallecido su propio padre, un as del volante, que no pudo evitar la embestida de un vehículo que circulaba en dirección contraria. Era el rostro de la muerte, ahora lo sé aunque me cuesta reconocerlo en este chaval mucho más delgado y con la mirada perdida que me confía la experiencia más traumática de su vida profesional sin saber que fui yo quien, esa noche fría del mes de marzo, conversó con su espíritu sobre el estado de su madre y le dió el pésame por la muerte de su padre.