Monday 31 March 2014

Biblioteca


    Biografías, narrativa, novedades, otros idiomas, una pequeña hemeroteca, tres enormes y luminosas plantas vestidas de aluminio y cristal. Quietud. El monótono zumbido de la calefacción se convierte en la base rítmica de una melodía compuesta por silencios, con pequeños arreglos que van desde el tímido paseo de las páginas de un diario devorado por un jubilado con presbicia al movimiento nervioso de una silla tomada por un metódico estudiante que parece preparar el quirófano para una operación a corazón abierto. Elige la última de las diez largas mesas de la sala central y el último de los doce puestos de la fila de madera junto a un ventanal desde el que, en días despejados, se puede ver la bola del mundo. Apoya una pesada mochila en el tablón de contrachapado y, bajo la atenta mirada de un jovencísimo Antonio Machado en blanco y negro, inicia una danza estudiada al milímetro. Se toma su tiempo en montar un liviano atril de pvc sobre el que apoyará el tercer tomo de un tratado de biología molecular. En una perpendicular casi perfecta alinea tres rotuladores, negro, rojo y verde, flanqueados por un lápiz HB con la punta impecable y una goma milán que huele a infancia. Al alcance de la mano izquierda deposita una botella de agua, un paquete de pañuelos de papel, una caja de chicles de fresa ácida y un móvil de última generación. Solo después de una meticulosa revisión visual del sofisticado escritorio saca con sumo cuidado un ordenador portátil de quince pulgadas que asienta a la derecha del atril y un pulcro cuaderno de anillas DinA4 que parece deseoso de ser utilizado. Probablemente satisfecho de un trabajo bien hecho, desenrosca el tapón de la botella de agua y da un generoso trago. Saca entonces dos grajeas de chicle mientras comprueba algo en el enorme móvil. Sonríe tímidamente ante un estímulo de la pantalla y teclea con sorprendente habilidad utilizando los dos dedos índices. Se mantiene unos minutos enganchado al terminal aunque hace amago de apoyarlo en la mesa un par de veces antes de posarlo para mantener entonces una dura lucha con la silla tratando de encontrar la posición idónea. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta ...” parece leer una docena de veces rotulado en negro en el saliente de la planta tercera. Cuando por fin parece haber encontrado el equilibrio perfecto entre la silla, la mesa y los enseres, toma un nuevo trago de agua, revisa el móvil y enfila la escalera hacia la salida. Regresa diez minutos más tarde acompañado de una chica de ojos sonrientes que parece haberse transportado desde la cama. Saca un desvencijado libro y se entrega a la lectura como si la vida le fuese en ello. Él vuelve a dar un sorbito de agua y, sin dejar de observarla, recoloca el rotulador verde mientras vuelve a echar un vistazo al móvil. Ella ya está en el hospital atendiendo un grave caso de lo que parece ser una sepsis infantil. “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta ...”, vuelve a leer él, sin entender. El jubilado con presbicia aprovecha la tranquilidad de la sala para volar sin pasaje a Kiev y observar sin miedo la ferocidad de las protestas, la puntería de los francotiradores y los vanos intentos de paz por parte de la diplomacia internacional. Agota los últimos restos de la botella de agua cuando ella ya ha pasado de capítulo y está en la UCI de pediatría observando la reacción del bebé de once meses a un tratamiento de choque con antibióticos. Él la contempla embelesado, sueña con besar sus labios y nota cómo se le acelera el pulso y se le seca la boca. Cuando ella está discutiendo en una sesión el caso clínico, un tipo irrumpe precipitadamente en la sala: “Se me ha acabado el agua y noto cómo se me aventa la garganta, ¿me acompañas al Super a pillar una botella?”.