La tortilla emparedada en pan rústico acababa
de cuajarse perfectamente abrigada en el papel de plata. Descansaba junto con
un zumo de naranja sin azúcares añadidos, un par de servilletas, un yogurt
líquido, una libreta y un Faber Castle afilado en una mochila diez veces revisada.
Pero no fue capaz de enlazar dos horas de sueño seguidas, su sistema nervioso acusó recibo de la
excitación por la primera excursión del curso y generó una pequeña crisis de ansiedad
provocando una docena de visitas al baño. Duchada y en intachable estado de revista a
las seis de la mañana, se entretuvo repasando la regla del uso de la eme y la
ene y practicando en voz alta la pronunciación de la equis sin llegar a entender
del todo aquello del fonema combinado k+s.
Aunque siempre me enternece ver cómo
gestionan mis niños la agitación que les provoca cualquier hecho mínimamente inusual,
mientras me saluda enérgicamente desde la primera fila del autobús me pregunto
si no debería solicitar cita con el profesor para asegurarme de que el
entusiasmo de mi madre, a sus 71 años, no es un poco excesivo.