Wednesday 27 May 2009

Para los caballeros es imprescindible el uso de americana y corbata



Los que me conocen mínimamente saben que no soy muy dado a las formalidades. El protocolo, como tantas otras reglas sociales, me provoca un rechazo casi irracional. Aún así, el martes decidí afeitarme y me puse uno de los tres trajes que tengo a sabiendas de que, al menos en mi oficio, es relativamente imprescindible cumplir con un mínimo de preceptos y, desde luego, en ocasiones hace el trabajo mucho más sencillo. El grado de convencimiento no era suficientemente fuerte como para obligarme a sacar del cajón de los inservibles una corbata, la prenda que más detesto y en mi modesta opinión, una de las creaciones más absurdas en la historia de la humanidad.
Eso sí, consciente de que la cita era de alto copete, conjunté razonablemente un traje gris claro de verano con un polo negro de hilo y unos cómodos pero aparentes zapatos de piel.
La cita, organizada por uno de los empresarios más representativos del país, se celebraba en el renombrado Zalacaín, un exclusivo e ilustre restaurante que presume de haber deleitado el paladar de monarcas, políticos, “premios nobel” y otras grandes personalidades.
Aunque García Márquez – premio Nobel de literatura, por cierto - lo considera “el mejor oficio del mundo”, yo soy plenamente consciente del concepto de “canallesca” que en términos generales se tiene de la clase periodística en España. Por eso estoy más que acostumbrado a los prejuicios y me niego a jugar a ser quien no soy. Muchos de nosotros nos vemos inevitablemente arrastrados a las realidades que cubrimos al sentirnos erróneamente parte de los universos en los que nos movemos exclusivamente en el ejercicio de nuestra profesión. En mi caso, todavía acierto a distinguir el apretón de manos, el chascarrillo o la afabilidad de un financiero, político o primer ministro cuando se dirige a la clase periodística como si fuesen antiguos compañeros de colegio. Pero se sorprenderían de la cantidad de compañeros que he visto reconvertirse sin remedio en pseudobanqueros.
La reunión del martes, una tradicional cita de confraternización que realiza anualmente la empresa en cuestión con la clase periodística, es una de esas en las que sabes que, aunque sin compromisos, hay que mantener un cierto formalismo. Es por eso que, pese a mi tendencia al descuido en el vestir, acudí elegantemente presentable a la cita, dentro de la subjetividad asociada al término “elegante”.
Aparqué mi motocicleta convenientemente alejada de la puerta de esa grandiosa casa de comidas que debe su nombre a la inmortal obra de la picaresca imaginada por Pío Baroja – por cierto, con una extensa labor periodística -. Dejé el casco y la cazadora en el maletín trasero, me atusé los cuatro pelos que todavía me quedan y, enfilé decididamente las escaleras de la entrada. Mi primera sorpresa fue no recibir respuesta alguna a mis “buenas noches” de parte de una señora que me recordó a la inquietante ama de llaves de Rebeca. Tras hacerme un repaso visual digno de un jurado en un festival de belleza y constatar que no llevaba arma alguna en las manos, la señorita Rottenmeyer me inquirió: “¿Dónde va usted?”. Su actitud me produjo un suave calambre cerebral que me transportó por un momento a mi época de estudiante cuando pretendías entrar “sin invitación” en determinadas salas de fiesta. “Voy a una recepción organizada por XXXX”, dije con timidez. “Pues no se puede pasar sin corbata”, me contestó mientras constataba que el blando cuello de mi polo de hilo difícilmente aguantaría el nudo, ya fuera windsor o cruzado, de la pieza de seda que sin duda estaría dispuesta a prestarme. “No hay ningún problema, señorita”, dije sin alterarme y desanduve mis pasos . Pude haber pedido que avisara a X o Y, o tratar de explicar a esa maestra del protocolo que estaba invitado por un grupo que había cerrado el restaurante y que, por lo tanto, entendía que estaba sujeto a otras reglas. También pude haberme entretenido en explicarle que ni siquiera había constatado mi identidad ni la del medio al que representaba. Pero ¿saben qué?, creo que aquel día me dejé la humildad en casa, con la corbata. De repente me llenó una placentera sensación de conciencia de clase. Me enfundé la ropa de la moto y enfilé la A-6 reflexionando sobre lo jodidamente incomprensible que es este mundo en el que convivimos con muchos talibanes que se niegan a salir del armario.

5 comments:

Daniel De la Puente said...

Como bien sabes, suscribo, comparto, apoyo...
Olé tus mismísimos.

Bea said...

Rux, cómo me mola seguir comprobando que la clase no la da el dinero y que, aunque muchos se empeñen, hay cosas que nunca podrán comprarse en El Corte Inglés.
Buenos días.

TOÑO said...

Me hubiese encantado ver la cara de la "PORTERA", cuando te diste la vuelta tan pancho.

Con dos...........

Terendipia said...

¡Que suerte tenemos de que en la vida quede gente como tú!
Para hacer eso hay que ser un señor y no los que llevan corbata.
Te quiero

Anonymous said...

Me hunde y me genera tristeza.

Creo que en ocasiones la ausencia es lo más rotundo y constructivo.

Me duele ver como la vanidad nos ciega hasta sacarnos nuestros propios ojos y así poder usar la corbata de venda.

Gracias por escribir.