Thursday 30 January 2014

El cofre de las tres llaves

    A principios del siglo XVIII, en España, un mercader genovés intercambió un cofre de estaño por un par de metros de seda. Aseguró al comprador que la pequeña caja contenía dentro una riqueza que para sí querrían muchos reyes. Le advirtió que no debía manipular el cofre sin obtener las tres llaves de plomo que estaban dispersas por otros tantos puertos del viejo continente bajo la amenaza de una maldición que arruinaría su vida y la de su familia. Ante la perspectiva de un rápido enriquecimiento, el comerciante liquidó sus propiedades textiles y se embarcó en busca de las ansiadas llaves. Siguió los consejos del vendedor y, el primer mes encontró en una localidad francesa una de las llaves, por la que tuvo que desembolsar, en monedas de plata, más de tres veces lo que le había costado el cofre. Pero gastó todo su capital en sus viajes posteriores sin hallar rastro alguno de las otras llaves. Tuvo que enrolarse en tripulaciones de mala muerte para poder viajar y vivir de la caridad del prójimo hasta que se decidió, al borde de la muerte, por vender el cofre y la llave, en un único paquete, a un noble británico con las pupilas doradas de tanto contar monedas de oro.
    El noble decidió dar un giro al negocio y vendió por separado cofre y llave a dos personalidades relevantes, dando su garantía personal de que era posible conseguir las cuatro piezas del puzzle siempre que uno tuviese una fortuna suficiente para sufragar los gastos derivados de la búsqueda y la compra misma de los bienes.
    El nuevo propietario del cofre, experto en técnicas de enriquiecimiento, contrató los servicios del mejor cerrajero londinense, pero no pudo dar con el molde capaz de reventar las cerraduras, así que vendió a un emergente banquero de las Américas la caja ya algo deteriorada. Mientras tanto, las llaves circularon entre distintos propietarios de avaricia e intenciones similares multiplicando sensiblemente su valor.
    Los descencientes del banquero americano siguieron la tradición de sus ancestros y, con el paso de los años, en el impresionante patrimonio familiar figuraban, sin figurar, claro está, una roñosa caja y un par de llaves de plomo que se ajustaban a dos de las cerraduras.   
            Una mañana otoñal, en el rastro madrileño, un anticuario aseguraba en un espartano pero correcto inglés que la llave que sostenía en sus manos valía mucho más de lo que costaba. Mr. Jones descorchó la mejor cosecha de borgoña que albergaba su extensa bodega, un Romanée Conti del 96, y se recreó en la degustación antes de disponerse a abrir el ansiado cofre, con el que habían soñado cientos de personas antes de él. Introdujo las tres llaves girando dos cuartas las dos primeras y una vuelta entera la cuarta. Le excitó sobremanera el ruido del cerrojo al quebrarse. Dudó unos instantes, se sirvió otra copa de vino. Destapó el cofre, lo miró estupefacto unos instantes. Se echó a reir. Volvió a cerrarlo y tiró una de las tres llaves por el retrete. Al día siguiente vendió el cofre a un jeque árabe, una llave a un conocido directivo de un banco de inversiones estadounidense y otra a un grupo de inversores austriacos. Obtuvo plusvalías desorbitantes mientras garantizaba confidencialidad a los compradores. Se juró a sí mismo que jamás desvelaría el contenido de aquel cofre de estaño cuyo valor de mercado excedía, con mucho, el terrenal.

1 comment:

Hele said...

Pero qué había dentro? Me voy a buscar las llaves, adios mundo cruel