Thursday 10 February 2011

Luz de gas


Tomás era un empleado eficiente, ordenado, cumplidor, obediente y razonablemente bien valorado. Divorciado sin hijos, extendía su jornada laboral mucho más de lo exigido, lo cual generaba inevitablemente ciertos celos cuando no enemistades entre los compañeros del Ministerio, conocedores de todas las triquiñuelas de libranza que ofrece la Administración Pública. 
En contra de lo que muchos pensaban, Tomás no era un tipo ambicioso, había dejado pasar diversas pruebas de promoción satisfecho con sus labores administrativas. Un salario en línea con la media nacional, una mesa razonablemente ancha, un PC con procesados 486 y lenta conexión a internet, una grapadora con su nombre grabado en indeleble, una cajonera móvil con tres compartimentos y un combo con lápices, bolígrafos, un par de fluorescentes, un diccionario editado en 1975 y un juego de celo y tijeras hacían que su vida laboral fuera plena.
La señora de la limpieza le adoraba. Su escritorio era un ejemplo de orden y pulcritud a pesar de que personalmente daba una cierta sensación de desaliño, con una vestimenta repetitiva que parecía sacada de los saldos de un Lidl en una remota región del Kurdistán y que dejaba salir a trompicones un intenso olor corporal.
Solía comer solo, en escasas ocasiones acompañaba al resto de los funcionarios que usualmente bajaban en tropel a comer en el sótano-comedor del Ministerio. Él prefería comprarse un par de sándwiches baratitos y comerlos en un banco con luz natural frente a la oficina. Así que las conversaciones, casi siempre críticas o sarcásticas, cuando no crueles, en torno a su persona eran frecuentes entre el personal del centro.
Era objeto de bromas con cierta asiduidad pero nada parecía importarle empotrado entre las mamparas móviles a media altura que le protegían en su pequeño palacio. Una mañana perdió la templanza habitual al reparar en que su grapadora azul celeste había desaparecido. Tras revisar mentalmente las últimas ocasiones en las que usó tan imprescindible herramienta, probó a abrir el primer cajón del escritorio móvil, lo que precipitó una catarata de objetos al suelo dado que el mueble o los cajones habían sido dados la vuelta.
Se levantó nervioso, incapaz de soportar la visión de tal desorden y escudriñó una por una el resto de las mesas de la planta en busca de su grapadora. El resto de los compañeros hicieron como si no hubieran oído el estruendo que provocó la cajonera ni la extraña actitud de Tomás hasta que en la mesa de la secretaria, junto a la entrada, divisó una grapadora azul celeste. Antes de proferir un grito sobre la propiedad descubrió que, pese a parecer su grapadora, no contenía su nombre grabado en indeleble. “TomasA” rezaba el rótulo negro en la espalda de la grapadora.
Tuvo que contener su ira antes de regresar a su escritorio, recoger los objetos esparcidos por el suelo, dar la vuelta a los cajones y tratar de recuperar la calma. Decidió usar un clip para agrupar el dossier y, por primera vez en años, se marchó a casa tres horas antes del horario habitual.
Cuando salía por la puerta le pareció escuchar su nombre entre risas uniformes, pero no miró hacia atrás. En el rutinario camino de vuelta a casa se equivocó de calle y tuvo que dar una vuelta por la M-30 para poder encarar su garaje. Con tendencia a automedicarse, se tomó un par de Lexatines antes de echarse en el catre pese a lo cual se levantó puntual a las 05.57, tres minutos antes de que sonase el despertador.
Llegó, como siempre, el primero a la oficina y descubrió con sorpresa encima de su inmaculada mesa la grapadora azul celeste con su nombre grabado en indeleble. Trató de no darle más vueltas y se dedicó a repasar la contabilidad trimestral. A media mañana, con la oficina todavía en media entrada se levantó al escuchar a alguien llamarle enérgicamente. Pero todos sus compañeros estaban centrados en sus asuntos y no pudo encontrar el origen de la llamada. Antes de la hora de comer dos compañeros pasaron sin saludarle por delante de su escritorio, incluso uno de ellos tomó prestada la grapadora – todos sabían que era un poco maniático con sus cosas - como si él no estuviese presente.
Al día siguiente, uno por uno, sus compañeros le preguntaron que cómo estaba, dando por hecho que el día anterior había estado enfermo. Abrumado por esta extraña muestra de cariño y por el hecho de que estaba seguro de haber asistido al trabajo el día anterior, optó por no contradecir a nadie, como solía hacer, y dijo que se encontraba mucho mejor.
Ni siquiera trató de levantarse cuando escuchó su nombre en tono de llamada en varias ocasiones a lo largo del día y tampoco le sorprendió comprobar al encender el ordenador que el teclado y la pantalla estaban boca abajo.
Decidió dejar el coche aparcado y volvió a casa caminando pero cuando iba a saltar la verja del hospital fue detenido y conducido a su habitación por dos fornidos Ateeses. Agarró con fuerza la grapadora azul celeste con su nombre grabado en indeleble y se durmió profundamente.
 

1 comment:

Anonymous said...

Que bien describes como acabaremos muchos.
TQ
Tere